sábado, 30 de diciembre de 2017

El puente y la ribera


Amanece la típica mañana de invierno, una mañana de esas en las que de verdad apetece salir a tomar el fresco y estirar las piernas por hacer algo de actividad física (cualquier cosa mejor que quedarse dormitando en el sofá). Será la luz o serán los incipientes rayos del sol tras días y días de heladas, nieblas y cencelladas. Cada mañana una sorpresa diferente. Hace frío pero el día es hermoso. Preparo un café y retiro la ceniza de la chimenea; tras la larga noche apenas quedan ascuas en el hogar. Coloco un par de troncos de encina para ir caldeando el ambiente y salgo a pasear. Vuelvo al río una vez más, es mi recorrido habitual. La luz, el agua y la simetría de los reflejos, enmarcan la tranquila imagen del puente viejo que escondido tras la vegetación, oculta sus ojos a miradas indiscretas. Me paro un momento a pensar, hoy hace ya dos años que se fue mi padre. Imágenes y sensaciones. El puente, a modo de columna vertebral, se integra en el paisaje circundante acabando por confundirse con la propia naturaleza que le rodea. Sus apófisis y costillas se convierten en arcos y tajamares colonizados por el musgo y la vegetación de ribera. La vista desde el borde del río, con sus azules de ensueño, es clara y nítida. A la derecha se distingue la pequeña valla que delimita la zona de esparcimiento de la ribera, en medio la isla con los grandes alisos, al otro lado la chopera ruborizada por los amarillos del primer sol de la mañana. El agua apenas se mueve hasta alcanzar el puente donde adivinamos los remolinos que aprovechan los barbos, aunque no sé yo si con este frío no andarán de vacaciones por lugares más templados. Las hojas secas se amontonan tras los vendavales de los últimos días; todo aquello que sale de la tierra se acaba modificando y trasformando para volver a la tierra. Polvo y barro, no hay otra opción. Es como lo de la energía, que ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Camino despacio, siento la energía que me recarga las pilas mientras los rayos del sol templan la mañana. Atravieso el puente y saludo a los viejos olivos que hacen guardia al borde de la carretera. Cuando ya nadie daba un duro por ellos, su recuperación espontánea parece verdaderamente milagrosa. A la derecha la cuesta de la Peñuela y el cerro de las bodegas, de frente la subida a Santa Rosa flanqueada por sus encinas centenarias, a la izquierda el camino del Soto bordeando el cauce del río. Elijo esta última posibilidad, paso de largo junto a las ruinas del molino de la luz, los restos del antiguo matadero municipal y el majuelo de Simón, y me acerco hasta los endrinos que crecen al borde de la carretera. Aún son pequeños y están muy abandonados. Sigo hasta encontrar las ruinas de la antigua harinera. El gallego dice que por aquí había un par de hermosos ciruelos claudios pero no resulta nada evidente localizarlos. El adobe del palomar se va fundiendo con la tierra. Me vuelvo por el camino de los almendros, entre el río y las vías del tren, buscando la Casa de las Brujas que hace años dejó de existir. Ya no se distingue más que el brocal del pozo bajo un añoso nogal. Una pareja de patirrojas se esconden presurosas entre la vegetación. Dicen que van a desmantelar el silo; si es cierto sería una pena, de alguna manera ese silo-faro de Castilla junto a las vías del tren es uno de nuestros signos de identidad. El otro está claro que sería el puente viejo. El hecho de perder las referencias es algo que siempre resulta triste y complicado, es algo que nos acaba dejando una señal amarga en el corazón (al fin y al cabo, el paso del tiempo lo único que consigue es que acabemos como un enorme saco de cicatrices). Al otro lado de la cañada real destaca el portón azul de una de las casetas del campo, humean las chimeneas, por todas partes se cuela el intenso olor a invierno. Uno no muere mientras se le siga recordando.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Cencellada en la ribera


Esta noche ha hecho mucho frío pero eso es algo que a mí no me importa demasiado. De hecho me gusta mucho este frío seco e invernal de la Castilla profunda que nos ayuda a darnos cuenta de que estamos en pleno invierno. Me levanto bien temprano con sensación de descanso. Escucho a lo lejos el silbido del tren. Una vez subo las persianas, me doy cuenta de que una niebla densa invade el ambiente y de que el campo se encuentra completamente blanco. Ya lo dicen los viejos del lugar: “niebla y helada, cencellada”. Curioso fenómeno atmosférico que produce la formación de brillantes plumas y agujas de hielo blanco sobre la superficie de árboles y plantas silvestres. En casa, los arbolitos sin hojas amanecen recubiertos de escarcha, incluso la encina grande aparece tapada por cristales de hielo en uno de sus lados. Aparte de las bajas temperaturas, para originar estos mágicos paisajes tan llenos de encanto que aguantan incluso a la salida del sol, se necesita una cierta niebla o humedad a ras del suelo, así como ausencia de viento. Después del café, me acerco a la ribera por fotografiar el puente y la isla. Me abrigo bien, aún hace frío, la temperatura permanece bastante por debajo de los cero grados. La pareja de garzas escapan nada más percibir mi presencia y los patos se esconden bajo el puente de la carretera. La luz es magnífica así que aprovecho por buscar las mejores localizaciones. El cielo es blanco y los árboles son blancos, destacando únicamente las piedras doradas del puente viejo y su reflejo sobre la superficie del agua. Una cierta luz entre azul y violeta se apodera del entorno, no hay ruido, es todo muy extraño, muy mágico. Me encuentro a Pacopús entretenido en las mismas labores que me ocupan a mí mismo; el día está de postal y hay que aprovecharlo. Nos acercamos al cuérnago por ver el chopo derribado por el airón de la semana pasada; en su tronco crecen los enormes hongos yesqueros que antaño se usaban para prender el fuego pues arden muy bien, según me explica mi amigo Paco. Teniendo en cuenta lo poco que crecen cada año, estos ejemplares de hongos deben haber disfrutado de una larga vida. El caz de la fábrica de luz se encuentra cegado por la vegetación y los restos diversos que embalsan el agua y la impiden correr libremente. Un nogal crece en el talud junto a la fuente. Nos volvemos despacio teniendo cuidado en las zonas de umbría donde la helada se mantiene y donde un resbalón podría ser peligroso. Comienzan a humear chimeneas y glorias; siempre hay que encender antes de las diez, es cuando mejor tiran señala Paco. Vuelvo a casa, paseo por el jardín, los restos que encuentro bajo la antena indican que por allí debe esconderse la coruja. Habrá que estudiar las egagrópilas antes de confirmar nada. Yo creo que debe ser la misma coruja que el verano pasado se ocultaba entre las ramas de la encina grande. Leo en el periódico que una mujer muere congelada en Japón tras pasar 15 años encerrada en casa por sus padres y un escalofrío me recorre todo el cuerpo. Frío, abandono y desolación. Dicen que probablemente se haya muerto por inanición, quien sabe. Mientras tanto la borrasca Bruno amenaza con lluvia y fuertes rachas de viento a lo largo y ancho de toda la península (viento, nevadas y fuerte oleaje en la costa). Parece que nos espera un fin de año agitado. Abrigos y paraguas hacen acto de presencia aunque con el fuerte viento estos últimos resultan más bien de poca utilidad. La mañana templa, sale el sol y aprovecho por visitar el Cerrato más profundo con mi amigo Pacopús. Piedras, encinas y páramos, algunas iglesias, el río y las bodegas. Paramos a comprar pan. Sin duda una mañana agradable y productiva que habrá que repetir en cuanto sea posible.

viernes, 27 de octubre de 2017

La escuadrita de carpintero


Al final conseguimos convencer a Luis para fijar un precio razonable, sabe que venimos con frecuencia y tampoco quiere espantar a los buenos clientes. Así que conseguimos la escuadrita de carpintero con sus incrustaciones de latón y todos tan contentos. Habrá que restaurarla en condiciones, la pobre ha sufrido mucho trote. El secreto es mostrar el mínimo interés por lo que te interesa pero no es sencillo pues los vendedores tienen muchas tablas y se dan cuenta enseguida de lo que quieres. Además, si algo te interesa de verdad, corres el riesgo de dejarlo escapar así que las negociaciones a veces se prolongan un tiempo más que prudencial. Paco sabe regatear hasta el último momento, a veces ofrece tres cuando le piden treinta aunque en ese caso lo normal es bajar a la mitad o algo menos. Nos acercamos a tomar un cafelito con churros; Paco está hambriento y se pide una pulga de jamón, Evelio prefiere un zumo, últimamente anda un poco delicado del corazón y es normal que se cuide. Después de ver las orejas al lobo, ha cogido algo de miedo. Yo me pido, como habitualmente, un cortado con leche fría y un churro que espolvoreo con azúcar (al final me acabaré comiendo los tres churros que nos ponen pues los amigos no muestran especial interés). Dejamos un café pagado para José, que nos ha vendido una romana antigua de Mazariegos con su pilón original. Vamos acabando el paseo. A última hora, cuando los vendedores se dan cuenta de que les queda mucho género por vender, suelen rebajar los precios por no volver a casa con los mismos trastos. Puedes comprar clavos de forja a un euro, espátulas y paletas a dos, martillos a cuatro o cinco, piquetas, azadas y azadillas. Evelio se enfada cuando pide precio por una pesa antigua que le ha llamado la atención, tres o cuatro veces lo que piden habitualmente, así que se retira molesto: “tú con tu mierda y yo con mi dinero”, murmura entre dientes. De alguna manera tiene razón. Si saben que te interesa no tienen piedad y Evelio es un hombre de mucho carácter. Paco encuentra el mango de una badila que andaba buscando desde hace tiempo y que imagina como péndulo para uno de sus relojes o cachaba para sus azadones, así como algunos clavos y chapas que incorpora a sus creaciones; su colección de Chatarras y Ocurrencias es realmente magnífica: familias de martillos o azadillas, parejas de ancianos, curas con sotana o peregrinos con cachaba. Cualquier cosa puedes imaginar. En este pueblo hasta el más tonto hace relojes, comenta Paco con guasa. Julián, que vende libros, videos y trastos diversos, me dice que el anillo en el corazón señala la existencia de hijas casaderas en la casa, aunque no acabo de creerle del todo pues es un hombre muy guasón. Podría ser, habrá que confirmarlo. Julián dice que no sabe de nada pero es astuto como un zorro y al final siempre acaba sacando provecho de cualquier cosa. Últimamente trae gorras, relojes y partituras cuando lo suyo eran los libros pero se conoce que los debe haber vendido todos y ahora se dedica a otras cosas. Mira que se venden mal los libros de los curas, ya nadie los quiere, comenta con su eterna sonrisa. Yo imagino esos misales oscuros con hojas de papel biblia gastados por el tiempo y los rezos. También tiene sellos pero los vende a un precio tan desorbitado que no se le puede prestar ninguna atención. Julián, ¿qué pasa?, ¿te dedicas ahora a la música? Es lo que hay amigo, mira que antiguo, de eso ya no hay, aprovecha que te lo pongo bien barato. Dejo a Julián con sus disquisiciones y sigo mi camino en busca de gangas insospechadas que nunca acaban de aparecer. ¿Cuánto me das?, pon tu el precio insiste Julián, seguro que llegamos a un acuerdo. Un mercadillo donde todo se compra y todo se vende.

viernes, 20 de octubre de 2017

La mano de Fátima


Volveremos más tarde y echaremos otro tiento. ¿Qué tal doce? Vale, llévatelo por doce pero que sepas que estoy perdiendo dinero. Más que perder, que nunca pierden ni un solo céntimo, es que no ganan lo que pretenden pero ese es el juego. A veces ganan más y otras un poco menos pero hay que saber irse adaptando. Encontramos un robador de dos brazos hecho de forja (un artilugio de apenas un palmo que se utilizaba para recuperar las cosas que caían a los pozos), una escuadra antigua de carpintero y una aldaba para la puerta de casa con la “mano de Fátima” y su correspondiente anillo en el dedo corazón (desconozco el motivo por el cual unas veces aparece en el corazón y otras en el anular). Paco estuvo negociando por ella el pasado domingo pero parece que no llegaron a ningún acuerdo; el vendedor no tenía intención de ajustar el precio de manera que ahí seguía, una semana después, esperando en el fondo de una caja de cartón junto con otros objetos de lo más variopinto. Es una aldaba de hierro, vieja y oxidada, que viene con su clavo original, también llamado castigo o golpeador. Pacopús me dice que no me preocupe, yo sé que es muy mañoso y que en cualquier caso él se ocuparía de dejarla como nueva. La mano de Fátima es de origen musulmán, se utilizaba como protección ante desgracias y enfermedades en general así como para el mal de ojo en particular; los cinco dedos de la mano representan la fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación. No tiene nada que ver con el Islam porque esta religión no permite el uso de ningún tipo de ídolo o amuleto. Como “la mano protectora” no se puede comprar para uno mismo sino que te la han de regalar, Paco se encarga de todas las negociaciones, ajusta un precio justo y cuando cierra el trato me la ofrece generoso, pues sabe que hace tiempo ando buscando un llamador antiguo para la puerta de casa. Dicen que la mano de Fátima protege a la casa y a sus habitantes. El otro día me estuve fijando en una muy bonita que adornaba el portón de un caserón antiguo cerca del convento de san Isidoro pues la idea rondaba por mi cabeza desde hace tiempo. Volvemos a por la escuadra (el robador estaba a muy buen precio y no hubo ni que regatear); en realidad está muy sucia y deteriorada y yo no sé si merece la pena interesarse por ella. Paco, que tiene muy buen ojo, se da cuenta de que aún se aprecian incrustaciones de latón en el borde y en el mango de madera (dice que una vez limpias relucirán como el oro) y se lanza a por ella. Es vieja y está rota, la parte de metal tiene un mordisco. No está rota es asina. Qué va a ser asina, está rota (aunque se puede arreglar me dice Paco a media voz). Llévate algo más, anda, y te la dejo a buen precio. Las negociaciones con Luis son harto costosas, es un hombre difícil que pide sin sentido: a veces se pasa por exceso y en otras ocasiones se queda tan corto que parece que lo regalara, de tal manera que nos tiene completamente desconcertados. Hace poco pedía doscientos euros por una aldaba antigua, un precio a todas luces desorbitado. Imposible negociar con los hijos, bastante más sensatos, pues sus cosas las lleva él directamente y no deja que nadie se meta por medio. Insiste en que nos llevemos dos escuadras cuando solo nos interesa la más antigua pero él es avispado e intenta estirar hasta donde puede. Paco está enfadado conmigo, me dice compungido (aunque yo más bien creo que se trata de un lance del juego). Paco es muy buena persona y no se enfada con nadie. Si, se ha enfadado conmigo porque no le quiero vender la escuadrita. Pues pónsela más barata y verás cómo te la compra.

viernes, 13 de octubre de 2017

De nuevo por el mercadillo: hierros y chatarras


Los domingos por la mañana solemos ir al mercadillo que instalan gitanos y anticuarios bajo los soportales de la plaza mayor. Fundamentalmente hierros y chatarras, algunos muebles y diferentes aperos del campo. El mercadillo se celebra desde hace muchos años y es necesario sacar una licencia en el ayuntamiento para poder instalar cualquier tipo de puesto. Uno de los anticuarios me dice que lleva viniendo cada domingo desde hace más de veinte años; por aquel entonces la ciudad celebraba una de las primeras ediciones de las Edades del Hombre. Ahora mismo todos los puestos deben estar adjudicados pero siempre falta alguien y los sitios suelen acabar ocupados, bien por el titular del puesto o por el que viene al fallo. Allí podemos encontrar relojes, libros, cuadros, muebles, botellas, orzas de barro y trastos antiguos, entre otras muchas cosas. A veces se acercan los libreros o los de los sellos pero no suelen ser muy constantes. Una chica joven cada semana se pone delante de una mesa con libros y un extranjero, que no habla castellano, vende fósiles y minerales. Yo creo que es marroquí pero no habla francés. Un hombre con barbas blancas y una enorme levita negra se pasea entre los puestos viendo las novedades. Los gitanos acuden con sus furgonetas viejas repletas de herramientas oxidadas, azadones, azadas, picos, horcas, martillos, cerraduras, clavos viejos, llaves, romanas, planchas, pesas, arados… A primera hora se tiran un buen rato colocando todos sus trastos, luego esperan la llegada de clientes a los que poder engatusar. Un juego donde cada uno paga lo que quiere; a veces se llega a un acuerdo y en otras ocasiones se tantea y se deja pasar. Cualquier cosa que puedas imaginar se puede comprar y vender, desde un grifo a una muñeca rota, un carburo antiguo o una botella de gaseosa. Por lo visto uno de los gitanos, el más serio y responsable, es pastor de almas pero hace días que no viene, se conoce que tiene cosas más importantes que hacer. A mí me da pena porque era un hombre muy amable que solía traer cosas bien bonitas. José venía el otro día con un saco de cencerros por el que decía haber pagado cien euros (el negocio consiste en venderlos de uno en uno por el doble o el triple de lo que se ha pagado por cada uno); al lado su mujer vende libros, porcelanas y trastos diversos. Se llama María y es hermana de Luis, que lleva varios puestos con otro hermano y con sus hijos. Déjaselo barato José, que siempre nos llevan algo, le dice al marido que fuma un cigarrillo tras otro apoyado en una de las columnas de los soportales. José compra casas enteras a precio cerrado a gente que pretende sacar un dinero con los trastos viejos de los abuelos. Vacían así la casa antes de venderla al mejor postor. Aunque no saquen mucho es una solución que favorece a ambas partes; los propietarios resuelven el problema y obtienen un dinero extra al contado al mismo tiempo que José multiplica al menos por cinco su inversión, una vez que consigue vender todos los trastos. En algunos casos se encuentran cosas curiosas. El otro día uno de los gitanos traía un par de bicicletas antiguas, eran bonitas pero estaban tan deterioradas que su restauración suponía una reparación demasiado costosa, si no imposible. Un rumano muy gordo me vende un botijo de Astudillo, barro y miel, por cinco euros; en este caso soy yo quien pone el precio pues él me pedía ocho. Otras veces las negociaciones son bastante más complicadas: ¿Cuánto pides? ¿Tú cuánto me das? Un euro. Anda, anda. ¿Qué pides por eso? Veinte por ser para ti, estoy pidiendo veinticinco, mira por ahí. Te puedo dar diez. Quince, no puedo bajar más.

viernes, 6 de octubre de 2017

Entramos en invierno


Los bares siguen cerrados así que decidimos acercarnos a la bodega a merendar. No hay muchas alternativas, tampoco vamos a pasar la tarde bebiendo sin sentido, dice Paco con toda razón. Benito prepara una tortilla de gambas y setas mientras Paco corta el tomate para la ensalada y Alverio baja a buscar vino a lo más profundo de la tierra. Paco añade la cebolla y una latilla de agujas. Yo preparo el mantel y los platos, coloco el embutido (salchichón, lomo y chorizo); estoy cansado, me he pasado la tarde trabajando en el jardín. El clarete fresquito brilla en el interior del porrón, que corre con soltura de mano en mano. Dice Alverio que aún nos queda un mes; a partir de los Santos, Villa Odoth cambia su cara amable y soleada por un aspecto completamente distinto. Un Jano con sus dos caras. El viento frío que sopla del norte ruge entre las callejuelas del pueblo y se cuela por los resquicios de puertas y ventanas. Los árboles se desnudan, una especie de Alaska profunda (salvando las distancias) a pesar de la falta de nieve. Robles, encinas y alguna sabina aislada. En los peores meses la temperatura en el páramo desciende por debajo de los diez grados bajo cero y eso ya es frío de verdad. Nieblas matutinas y madrugadas de cencellada. Los cardos congelados se transforman en increíbles flores de escarcha, iluminadas por las primeras luces. La tierra permanece dura como la piedra, los campos se mantienen en un reposo total y absoluto. No queda entonces más que el verde pardo y ceniciento de las sufridas encinas que crecen a su libre albedrío en la ladera del monte. Se trata, sin duda, de los magistrales ocres, verdes y grises de Díaz-Caneja en vivo y en directo. Hasta san Isidro no volverá la placidez primaveral aunque a mí me gusta mucho disfrutar del invierno y sus rigores frente a los guiños de las brasas formadas en el interior de la chimenea por los troncos de roble y encina. La madera del roble es blanquita; la encina, mucho más rojiza y compacta, tiene mayor poder calorífico. La llama también es distinta, más viva y hermosa en el caso del roble, más intensa y profunda en la encina, dando a entender de alguna manera esa correlación profunda con la sobriedad del paisaje. El invierno, que en Villa Odoth dura más de seis meses, es una estación bien agradable; el frío y la soledad que nos acompaña cada día, nos invita a refugiarnos en casa y a leer sin prisa. Tiempo de lecturas y de meditaciones, tiempo ganado al tiempo. Apenas un mes de escaso y breve otoño; este año, con las heladas tardías de finales de abril, nos quedamos sin membrillos (y sin cerezas y sin nueces y sin guindas). Parece que de manera irremediable entramos en invierno. Paco ya asó los pimientos y esta mañana se levantó temprano por escabechar las codornices. Hay que dejar todo preparado antes de que lleguen los fríos. Por la tarde estuve limpiando la plancha y los cepos que compramos en el rastrillo (unos cepos tan pequeños que más bien parecen ratoneras); quedaron muy bien, menuda diferencia. Chistes y chascarrillos entre trago y trago; evocamos tiempos pasados, gentes que ya no están entre nosotros, historias de ahora y de antaño a las que volvemos de manera reiterada una y otra vez. Paco es la memoria viva del pueblo. Comemos las uvas de la parra con el pedazo de queso curado que trajo Benito, unas uvas dulces y jugosas gracias a las bolsas que pusimos para evitar que fueran devoradas por los pájaros. Alverio saca un orujo de café, fuerte y aromático, que deja un regusto amargo en el fondo del paladar. La noche es calma y templada. Bajamos al pueblo bajo la atenta mirada de las miles de luces de las estrellas. A veces nos complicamos pero realmente la vida es muy sencilla. Tampoco necesitamos mucho más.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Cazando sueños


Salgo a pasear por hacer una foto del puente de piedra cuando, con las últimas luces, la caliza se tiñe de un naranja intenso y profundo. El reflejo de los arcos contra el agua en movimiento es una imagen que siempre me ha llamado poderosamente la atención. Espero la visita de los azulones, aunque suelen ser bastante reacios a posar y hay que pillarlos un poco a traición. Tengo idea de lo que quiero pero cada día es una aventura diferente. Me dejo llevar sin miedo, embargado por la emoción y la sorpresa de lo que en esta ocasión vaya a encontrar. Los leones siguen inmóviles, el río permanece tranquilo y el murmullo del agua resuena en mis oídos. Cae la tarde y se avivan los colores, el cielo se enciende por detrás de los cerros pelados que suben al páramo. Camino despacio, no tengo ninguna prisa, escucho el silencio y el rumor de las hojas mecidas por el viento. Aspiro el aire con todas mis fuerzas, lleno los pulmones de vida centrado en mis pensamientos. Una lengua de buey (Hepatica fistulina) crece en el tronco de un chopo, a falta de robles o castaños. Busco los dos pequeños almendros que crecen junto a las barbacoas de piedra; uno ha prosperado pero el otro me da la sensación de que se ha perdido definitivamente (a veces las apariencias engañan, mi endrino de la fuente Pocías tardó año y medio en dar señales de vida). Oculto en la espesura canturrea un pajarillo que no consigo identificar. Imagino un petirrojo (por la plasticidad de la escena) pero bien pudiera tratarse de cualquier otra cosa. Suena el toc-toc de un pica-pinos (¿será el que cada mañana se come las almendras de mi amigo Pacopús dejando las cáscaras vacías al pie de una de las encinas?); las urracas, con los destellos metálicos de su esmoquin, juguetean al borde del agua. Los arcos del puente siguen cegados por las ramas que arrastró el agua en la última riada y que nadie desde entonces se ha ocupado en retirar. Una parra crece agarrada a las paredes de adobe de un caserón medio abandonado. Apenas hay agua en el cuérnago así que me acerco hasta la isla, que alcanzo con facilidad saltando sobre las piedras. Hay que prestar mucha atención, recuerdo el año que Amelie se partió una muñeca al resbalar sobre una piedra mojada. Los alisos que ocupan la isla presentan gigantescas dimensiones; en medio de la espesura se ocultan las ruinas del molino con sus techumbres caídas y las enormes losas de piedra que invaden la cacera de entrada. Busco los saúcos que comentaba Isauro el otro día (Sambucus nigra), por lo visto la ribera está llena de estos simpáticos arbustos aunque yo hasta ahora no me había dado cuenta; Evelio me estuvo explicando que con las bayas de saúco se consiguen estupendas mermeladas e incluso un aguardiente muy apreciado por sus propiedades medicinales. Los saúcos forman matas de espeso y denso follaje donde suelen esconderse los buenos espíritus del bosque tales como los duendes, las hadas y los elfos. En Galicia conocen este arbolito, que a veces puede adquirir notables dimensiones, como “sabugeiro”; en realidad se trata de un arbusto de propiedades mágicas con flores blancas y frutos negro-azulados (conocidos allí como uvas de bruja). Intento no hacer ruido por molestar lo menos posible a los misteriosos seres del bosque y pienso que a falta de las típicas setas de enanito donde refugiarse (como la Amanita muscaria), bienvenidas sean las sabugeiras. Sigo caminado, persiguiendo sueños y cazando nubes. Tendré que probar el licor de saúco, seguro que me sorprende y al final me acabaré aficionando.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Bacalao con Pacopús II


Me acerco a casa buscando una buena botella de vino; elijo uno de los Pesqueras que reservo para ocasiones especiales. Mingo se presenta con un bote de avellanas y una caja de "Socorritos" y así, entre unas cosas y otras (el vino, los pimientos asados, el bacalao), la tarde va discurriendo sin prisa. Cafés, orujos y pacharanes van cayendo uno tras otro, acompañados por sus correspondientes socorritos. La sobremesa se alarga sin darnos cuenta, los relojes parecen haber dejado de funcionar, una calma plácida invade el ambiente. Bebemos el pacharán que preparé el año pasado con los endrinos, gordos como uvas, que nos trajo Paquito desde Bilbao. Paco nos enseña sus relojes y sus chatarras, sus libros de setas y sus frutales, el jerbo, el avellano y los almendros mollares. A mí los almendros no se me dan nada bien. El jerbo, un tipo de serbal como el mostajo o el serbal de los cazadores, es uno de los arbolitos más curiosos que podamos encontrar por la zona; el tronco es muy resistente y se usaba antiguamente para construir los husillos de las prensas de las bodegas. El jerbo puede ser del tipo piriforme o maliforme, según sus frutos tengan forma de pera o de manzana. Irenio dice que el fruto de los jerbos siempre tiene forma de pera, el que tiene forma de manzana es el acerolo. No le falta razón (aunque yo creo que es lo mismo pero no digo nada por no discutir). Paco tiene guindos, nogales, manzanos, cerezos, ciruelos y membrilleros, así como un encantador bosquecito de encinas donde se sienta a meditar a la caída de la tarde. Yo comento que mi nogal todavía no ha echado ni una sola nuez y eso que ya va para cinco años desde que lo plantamos. Un regalo de Julianín; tenía entonces poco más de un metro de altura y crecía por su cuenta en medio del huerto junto al río. Un invierno lo sacamos con cuidado y lo llevamos a casa, donde se ha adaptado muy bien. El ciruelo no agarró y los esquejes de frambuesas se han multiplicado sin medida desde entonces. Por lo visto los nogales no empiezan a producir hasta que no tienen entre cinco y ocho años, se conoce que la naturaleza se toma su tiempo. Paco me habla de las nueces incarceradas, que tienen una corteza muy dura y un fruto pequeño y de poco valor, pero yo no sé decirle de qué clase es mi nogal. Solo sé que es tardío, lo cual le viene muy bien para las heladas a destiempo que acostumbran a sorprendernos en Villa Odoth a finales de primavera. Las heladas tardías son muy nocivas para los frutales. Si vemos que no sale bueno habrá que injertarlo, afirma Paco con rotundidad. Estiramos las piernas, nos acercamos hasta la estación donde ya no paran los trenes y saludamos al silo-faro iluminado por los últimos rayos del sol. La estación aparece desierta, una lástima, al final acabará desapareciendo. Los rápidos y los mercancías disminuyen la velocidad al pasar silbando por la estación fantasma sin prestar la menor atención. Poco a poco van cayendo las luces, nos acercamos al bar de la piscina por refrescarnos un rato. Saludo a Trinidad que lee en el porche junto a los rosales. Trinidad es un hombre muy instruido que sale muy poco de casa. Mingo nos invita a un gin-tonic, tampoco nos vamos a negar. Paco, cuándo me contarás lo de los Puses. Si, si, no te preocupes, cuando tú quieras, ya tendremos tiempo. Ya habrá tiempo de que se le suelte la lengua, pienso mientras disfruto con el gin-tonic y la compañía. Ulula la lechuza, aletea el murciélago. Nos invaden las sombras y los silencios, se conoce que va entrando la noche.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Bacalao con Pacopus I


La pista paralela al río que cojo para salir del Valle Bueno constituye en cierto modo su escapatoria natural hacia el sur. No hay opción, el camino discurre entre el curso fluvial y los altos del páramo, serpenteando perezoso al borde del agua. Corretean los corzos entre campos de espigas y girasoles. Las fincas se solapan una tras otra: la Dehesa de Matanzas, el camino del Majuelo, la Campera de San Pedro, la Islilla y la Vega. Afronto con alegría la cuesta de las bodegas y atravieso el bosquecillo de encinas antes de llegar al caserío de Santa Rosa, donde me espera un ejército de pequeños olivos perfectamente alineados. Un bando de cigüeñas se distribuye homogéneamente por el campo buscando el sustento diario (sapos y culebras, gusanos, ratones, caracoles…). Aunque no lo parezca, las cigüeñas son grandes depredadores; dice la canción que la cigüeña batalla con la culebra y nos mata los bichos que son dañinos. Me encuentro a Pacopús descansando en la terraza de “El Pico”. Le comento que esta mañana estuve en la Quinta y le hablo de la culebra y de las cigüeñas, él me enseña la foto de la pareja de cigüeños que mató el pedrisco hace unos días, dos ejemplares jóvenes medio desplumados rodeados de granizos como pelotas de golf. Tomamos un vino y le cuento con detalle mi excursión matutina. “Menuda chaqueta”, comenta socarrón, al mismo tiempo que me propone compartir el bacalao al pilpil que preparó ayer tarde (está mucho mejor de un día para otro, afirma con conocimiento de causa). Imposible llevarle la contraria; Paco, entre otras muchas cosas, es un gran cocinero de bacalao; el Club Ranero lo hace bueno pero el pilpil lo borda. Lo importante para el pilpil son los ingredientes: ajo, aceite de oliva y bacalao, señala, aunque yo creo que el verdadero secreto reside en la cazuela de barro que cuida con esmero para poder seguir utilizando durante mucho tiempo (me dice que era de su suegro y que ya debe tener cerca de los setenta años, la cazuela, no su suegro que murió hace años). Una marmita mágica que cuida como oro en paño. Pedimos otro vino y hablamos de bacalaos, sin duda es un gran entendido. Yo, mentalmente, voy tomando nota de todo. El bacalao ha de ser de buena calidad, mejor que no sea muy grueso para que se impregne bien del aroma de la salsa, dice Paco; hay que desalarlo durante dos días con cambios de agua cada ocho horas; el aceite de oliva virgen; los ajos, en lonchas… Tras organizar los preparativos (se seca el bacalao, se calienta el aceite, se fríen los ajos y se reservan) viene lo principal; hay que colocar el bacalao, con la piel hacia abajo, en el aceite caliente donde se frieron los ajos, removiendo sin pausa con movimientos circulares (como si estuviéramos bailando, dice Paco). El aceite no debe estar demasiado caliente; lo que se tiene que mover es el bacalao, insiste mi amigo, no la cazuela. Me imagino en esas circunstancias, no debe ser tan sencillo como parece, además yo no soy muy bailón y me da la impresión de que mis movimientos parecerían un tanto forzados (recuerdo aquel día en que Loren peleaba a brazo partido con unas tajadas de bacalao sin conseguir ligar el aceite para lograr una emulsión en condiciones). Al final la salsa, sin grumos, ha de ligar perfectamente. Paco, no sigas, por favor, que se me hace la boca agua. Así, como quien no quiere la cosa, le recuerdo que tampoco se le dan nada mal los pimientos asados ni las codornices escabechadas y él sonríe con un cierto aire de complicidad. Algún bote me queda todavía, susurra entre dientes para que no le oiga nadie. ¿De pimientos o de codornices? De pimientos y de codornices, comenta con malicia.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Paseo por el valle Bueno


Una vez en el pueblo busco la fuente por refrescarme un poco. Las avispas andan revueltas con el agua y el calor. Un par de perros me ladran con desgana, nos conocemos de otras veces así que esta vez ni se dignan a levantarse. Enseguida me encuentro con el abuelo que conocí ayer en el camino de la Colonia, el amigo de los abejarucos al que olvidé preguntar su nombre. Ya sabía yo que me lo iba a encontrar, tenía el presentimiento y estas sensaciones no me suelen fallar. Me dice que se llama Venancio, me invita a tomar un vino en el Tele-Club y charlamos un rato sobre la vida y sus circunstancias. En cualquier caso parece mucho más joven que ayer, la primera impresión a veces engaña. En el pueblo se encuentra muy bien, cada día sale a pasear por el campo, bien andando o bien en bici; me cuenta que esta mañana subió al páramo alto por el Vallejón, anduvo por los corrales de la Mora y retornó por la vaguada del arroyo del Prado. El páramo está más alto que las tierras circundantes, de ahí las estupendas vistas que se disfrutan desde arriba. Yo le pregunto si subió en bici como ayer pero me dice que el camino es malo y que hay mucho desnivel, por lo que la empresa resultaría harto complicada. Además, puntualiza con convicción, es bueno usar las piernas, el recorrido no es largo pero resulta entretenido. Tenemos una buena casa bien acondicionada, continúa Venancio, era de los suegros. Cuando se fueron, la heredó la mujer y la arreglamos toda entera. La mujer tiene amigas y se entretiene mucho, va a misa, juega a las cartas, yo he puesto un huertecillo con tomates y cebollas, poca cosa, por pasar el rato; las hijas, en cambio, vienen muy poco, ya sabe usted, viven en Bilbao y en Barcelona, se conoce que les va más la playa, cosas de jóvenes, al final en estos pueblos no quedan más que los viejos. Ellas dicen que aquí no tienen nada que hacer y que los críos se aburren. Yo vengo porque me gusta, no se crea, ninguna obligación, yo ya estoy muy trabajado pero aquí me lo paso muy bien, mucho mejor que en Bilbao donde no puedo salir al campo ni a ningún sitio. Cada día una cosa distinta, no me falta la faena ni el entretenimiento. Si, ya veo que no para. Y por las noches a la bodega, si le apetece, está usted invitado. Muchas gracias, lo tendré en cuenta. Me encuentro bien a gusto charlando con Venancio pero aún me queda camino y no me quiero demorar demasiado. Tengo idea de comer en casa aunque los horarios no me preocupan en exceso. Intento pagar los vinos, algo que resulta de todo punto imposible ante la insistencia de Venancio por hacerse cargo de la cuenta. Yo pensé que los jubilados no podían pagar, que no les llegaba la pensión. Quite, quite, que estaré jubilado pero este es mi pueblo y estando yo presente aquí no me paga el vino un forastero. Al acabar, Venancio insiste en acompañarme hasta la ermita, al otro extremo del pueblo, justo desde donde sale la pista de tierra hacia Villandrando. Nos despedimos prometiendo, si Dios quiere, volver a vernos en breve. La ermita del Espíritu Santo se encuentra poco después del cementerio, cuatro paredes de bloque gris recortadas contra el cielo. Por encima de los muros sobresalen las copas de algunos cipreses intentando escapar del camposanto. Un abuelo, sentado a la sombra de la pared de la ermita, lee muy ufano un periódico atrasado. ¿Qué hay de nuevo por el mundo?, pregunto curioso. Nada distinto a lo de ayer o a lo de la semana pasada, nada distinto de lo que nos contarán mañana. Hoy en día nos tienen engañados. El periódico es antiguo pero me entretiene mucho. Al fin y al cabo siempre dicen lo mismo así que me vale para leer y recordar cosas. Pues tiene toda la razón del mundo, afirmo convencido, y allí le dejo, platicando a solas con su periódico.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Al convento de la Quinta


Me levanto temprano apenas comienza a despuntar el día; siempre me gustó madrugar por ver amanecer. Enseguida el sol se eleva por encima de las colinas del Negredo. “Yo tenía una granja en África, a los pies de las colinas del Ngong”, escribe Karen Blixen al comienzo de su famosa novela Out of Africa posteriormente llevada al cine con gran éxito. Mis territorios no son tan exóticos como los de Dinesen o Stevenson (Kenia, Samoa, Vailima…) pero tampoco tienen mucho que envidiarles. Una delicia; puro Cerrato, puro Delibes. Dispongo de mi distrito del norte y de mi distrito del sur y me dirijo a cada uno de ellos en función de mi estado de ánimo y de otras particulares circunstancias. Me tomo un café y salgo a caminar. Paco anda liado, esta vez no podrá acompañarme así que voy un poco a mi libre albedrío (entre otros asuntos tenemos pendiente la subida a las yeseras en mitad del cerro de las bodegas y la excursión en busca del orégano que crece en la ladera del monte, que aún no ha acabado de crecer). Atravieso el río por el puente de piedra, dejo a mano derecha la desviación al convento de San Salvador del Moral, apenas unas ruinas en el interior de una finca privada rodeada de nogales, y subo hasta lo más alto del páramo por la carretera de la Colonia. Hoy tengo intención de acercarme a las ruinas del convento de la Quinta, un paraje idílico en medio del monte que me descubrió por casualidad mi amigo Pacopús. No tiene pérdida me dice, subes al páramo de Valbuena y en la primera curva a la izquierda te tiras a la derecha por una senda que se va perdiendo en la espesura (caminos que a mí me recuerdan a nuestro san Juan de la Cruz, el poeta místico por antonomasia). Reviso mis mapas, la empresa no parece demasiado complicada. Las encinas salpican el campo, el cielo es azul y la brisa fresca acaricia mi piel. La recta que atraviesa el páramo es inmensa y desolada. Algunos majanos destacan en medio de los campos donde sobrevuela el cernícalo y el milano real. La tranquilidad es absoluta, no pasa ni un solo coche. El Matacán a un lado y los Corrales al otro, con la fuente de Canalejas y su pilón de piedra escondida en la cuesta que baja hacia el río. En un determinado momento el camino hace una ligera curva; a la izquierda se adivina la vaguada del vallecito de san Vicente, al otro lado, entre alambreras cinegéticas y ralos bosquecillos de encinas, encuentro una senda más estrecha que en un principio discurre entre campos de cultivo y vallas de piedra seca. Sigo el camino que se interna en la espesura y después de una buena caminata alcanzo mi objetivo. Empieza a hacer calor. Descanso un rato frente al muro del convento de la Quinta. Un friso, un contrafuerte, apenas nada; un suspiro en el tiempo. Hierbas aromáticas y algunos frutales, se conoce que los monjes tenían buena mano: matas de romero, mejorana, orégano y tomillo salsero crecen por doquier. Ni rastro de la fuente que debía existir en el entorno. Encuentro algunas piedras labradas y restos de cimentaciones antiguas olvidadas en medio del silencio y la soledad. Una lástima pues apenas queda nada de la riqueza de otros tiempos. Aprovecho por echar un trago de agua y dar cuenta del frugal almuerzo de mi zurrón (un poco de queso, aceitunas, algunas cerezas). Valoro dos posibles opciones, bien continuar hacia la encina bonita y rodear el monte del Caballo buscando la curva grande que baja al pueblo (lo cual alargaría mucho el recorrido) o descolgarme directamente por la vaguada del arroyo Camporredondo que se adivina justo frente a mis pies. Me inclino por esta última posibilidad, mucho más cómoda y rápida, así que atravieso la umbría del bosque y enseguida descubro la senda que de manera sencilla me conduce en un suspiro hasta Valbuena.

viernes, 25 de agosto de 2017

Coto Redondo


La noche es espléndida, el aire permanece en calma y el cielo se mantiene completamente despejado y cubierto de estrellas. Entre la Polar y la Vía Láctea descubro el rumbo a seguir, el “milky way” de las guías celestes, nuestro particular Camino de Santiago. Repararon la casa del Caminero; ahora se encuentra llena de libros, cuentos e historias fantásticas que podemos atrapar con la punta de los dedos. Una brillante idea de Carmen, la flamante señora alcaldesa. Hasta no hace mucho tiempo el caserón no era más que una ruina donde guardar los diferentes aperos del consistorio y donde acumular trastos de dudosa utilidad, cubiertos por una gruesa capa de polvo y de olvido. Una ayudita del Ayuntamiento, otro poco de la Junta y un empujón de la Diputación. Ahora, con la colaboración de todas las fuerzas sociales, acaba de inaugurarse un espacio cultural para el disfrute de pequeños y mayores (préstamo de libros, cursos de informática para jubilados, inglés para niños, cuentacuentos, etc.). A un lado de la puerta principal crece un olivo viejo y sarmentoso; su tronco reseco y arrugado, de las dimensiones de un cuerpo humano, rebrota desde la base con la inalterable fuerza del paso del tiempo (los que plantaron al otro lado del puente de piedra acabaron asilvestrados). Es extraño lo bien que crece el olivo a pesar de encontrarse en tierra extraña. La gasolinera está hasta arriba de camiones que pasan la noche en el aparcamiento cumpliendo el reglamentario alto en el camino (los periodos de reposo están ahora muy vigilados y el tacógrafo obliga a respetar de forma escrupulosa las necesarias horas de descanso). Algunas chavalas un poco ligeras intentan buscarse la vida, dulcineas sin suerte tras el rastro de un porvenir sin futuro. Venteros, carreteros y dulcineas, tal cual como la vida misma. Imagino algunos Sanchos pero un solo Quijote enfrascado en la compulsiva lectura de sus libros de caballerías. Los camioneros atraviesan Europa de un extremo a otro en enormes vehículos cargados con diferentes tipos de mercancías: de Portugal a Alemania, de Gibraltar a Eslovenia, incluso algunos llegan hasta Polonia o Rumanía, en los confines más orientales de la Comunidad. Sin duda los camioneros son nuestros carreteros del siglo XXI. Me tomo un café con Avelino, que trabaja esta noche. Charlamos un rato. Me cuenta cuando, de pequeño, se entretenía matando ratas con Isauro en el “moledero” junto a la herrería. Me pregunta por el "Coto Redondo" que me llevé el otro día (la gama alta de Pagos del Negredo, elaborado con cepas viejas del Cerrato). Muy bueno, comento con rotundidad, un vino fuerte e intenso con recuerdos a fruta madura y vainilla. Un poco caro, remarca Avelino. Claro, no se puede tener todo. Eso me parece a mí. Dejo a Avelino con sus cavilaciones y me vuelvo despacio por el camino de la Casa de las Brujas (apenas un pozo y un nogal en mitad de un campo de alfalfa que el amigo Teo cuida con cariño). Ni un solo ruido turba el silencio de la noche. Las luces rojas de los molinos en lo alto del páramo proporcionan el toque particular de un imaginario anuncio navideño. Los almendros viejos ya están dormidos. Paso sigiloso, casi de puntillas, por no molestar a los espíritus que habitan este mágico entorno (el cementerio no está lejos y en estas noches tan agradables muchas de las ánimas salen a dar una vuelta y a estirar las piernas pues andan siempre encogidas y con demasiada humedad, algo que no va nada bien para los huesos). La sombra del silo se alarga con la luz de la luna; en la estación fantasma ya no paran los trenes. Al otro lado de las vías, en el paraje de Lancha Quebrada, despierta el majuelo de Basilio alterando la calma del entorno con los petardos que pretenden espantar a los tordos.

sábado, 19 de agosto de 2017

El Bar del Pico


Desde la última reforma el bar ha mejorado mucho, hacía falta sanear el tejado con urgencia, renovar la electricidad y dar un lavado de cara integral a todo el local, especialmente al comedor. Ahora, con la plancha y los pinchos, los fines de semana dan muchas comidas y cenas, hay mucha más gente en el pueblo y el ambiente es más alegre y distendido. Dalmacio quería poner una máquina de lotería primitiva pero eso implica muchos permisos que al final no acabaron de autorizar desde la capital. Burócratas de mierda, jura por lo bajo Dalmacio. Sólo con el papeleo ya era como para quitarle las ganas a cualquiera. Yo pienso que habría sido una buena inversión pero las cosas no siempre salen como a uno le gustaría. La gente que ha merendado en las bodegas, se acerca al bar a tomar el café y el chupito; orujo blanco, hierbas o pacharán, ofrece el tabernero. Yo sigo entretenido con mi gin-tonic. Paco, de donde viene lo de Paquito Caudillo, pregunto a mi amigo Pacopús. Es por su padre. Pero ¿no era preso de guerra? Sí, era preso de guerra pero tenía un bigotillo como Franco y todo el mundo le llamaba Caudillo. Menuda contradicción. Aquí los motes se heredan así que su hijo siempre ha sido Paquito Caudillo. Éramos entonces muchos Pacos, yo soy Pacopús, de la familia de los Puses de toda la vida, también estaban los Tarabillas, los Guindillas, los Matapollos… Pues vaya. Por cierto, ¿de dónde viene el apodo de los Puses? Uf, eso es una larga historia que proviene de mi abuelo y mi bisabuelo, ya te contaré con más calma en otro momento. Tiene que ver con la guerra de Prusia donde estuvo batallando el bisabuelo, pero de eso hace ya muchos años. A ver si te acercas un día por la bodega y echamos un rato. Vino no va a faltar. Yo pienso en la guerra de Prusia intentando ubicarla en el tiempo, creo que debió de ser a finales del XIX, recuerdo vagamente los relatos donde Alphonse Daudet narraba las peleas entre franceses y alemanes. Muchos años y muchas historias; Paco es un hombre muy reservado así que por el momento tendré que permanecer con la intriga. Acabo mi gin-tonic y me vuelvo a casa dando un paseo sin prisa bajo el cielo estrellado. Paco se queda en el bar rememorando tiempos pasados. Recuerdo una foto antigua del bisabuelo cazador, una imagen en sepia de finales del XIX donde aparecía un hombretón con una gran barba sin bigote, botas con polainas, sombrero de cuero y una escopeta entre las manos, pero desconozco si se trata del famoso abuelo que inició toda la saga. La guerra de Prusia, por lo visto, tuvo lugar entre 1870 y 1871. Suena el silbido del tren y los petardos del tío Basilio intentando espantar a los tordos, aúllan los perros del vecino, al fondo asoma una luna anaranjada y redonda que se eleva sobre las colinas del Negredo. Me doy cuenta de que, en realidad, me paso el día caminando, una ocupación muy saludable que me mantiene en plena forma. Caminar y pensar, actividades complementarias íntimamente relacionadas. Las ideas que se agolpan en mi cabeza se organizan por su cuenta en un determinado momento, tejiendo una estructura sólida y compacta que no puedo controlar. Una nube autónoma que viaja por su cuenta en el interior del cerebro. Prefiero no pensar. Es como un puzle que al principio no eres capaz de entender, te sobran piezas, te faltan colores, pero al final todo acaba encajando. Aún me sigue rondando la duda sobre el apodo de la familia de mi amigo, tampoco recuerdo el nombre del marido de la señora Amparo, el simpático bilbaíno de Valbuena que no quiso decirme su nombre. Simplemente "el marido de la Amparo", no se me olvidará.

sábado, 12 de agosto de 2017

El bosquecillo de encinas de Vilandrando


Atravieso de nuevo el bosquecillo de encinas, que a esta hora es como un bosque encantado, y bajo hacia el pueblo guiado por las luces de la carretera. Mucho tráfico de camiones en ambos sentidos. Un incesante río de puntitos, un continuo reguero luminoso que no detiene su movimiento ni de día ni de noche. Humean las chimeneas de las bodegas, sin duda su particular momento de gloria. Cualquiera podría imaginar un poblado troglodítico. El aroma de la leña y los manojos de sarmientos se mezcla con el olor de la panceta y las chuletillas a la brasa. Acacias y negrillos, matas de orégano, tomillo y mejorana, té de monte, manzanilla. Camino entre las zarceras y los espigados respiraderos de las bodegas. Doy un tiento al porrón que me ofrece Teodoro (clarete de Villahán confirma con solvencia) y continúo mi recorrido tras aclarar la garganta del polvo del camino. Tras mi caminata vespertina llego al pueblo con hambre y con sed. Podría comerme cualquier cosa, el clarete de Teodoro y el olor de las chuletillas han acabado de despertar mi apetito. Coincido en el bar con Paquito Caudillo (nunca supe de donde venía su mote tan particular) y le cuento que esta tarde estuve paseando por la Colonia. Paquito vive en Bilbao pero viene por el pueblo con mucha frecuencia. Nació en la misma casa donde hoy se ubica el único bar del pueblo. Cada vez está peor, señalo con pesadumbre hacia las ruinas de la Colonia. Sí, una pena lo del Sanatorio (él sigue hablando del Sanatorio, muy anterior a la Colonia Infantil). Me cuenta que su padre estuvo allí trabajando durante muchos años; en realidad su padre, que era alférez de Marina en Cartagena, fue trasladado como preso de guerra para construir el sanatorio a finales de los años treinta (la primera piedra fue colocada en 1939). Mucho dolor y mucho sufrimiento. Al acabar de cumplir su pena, el padre de Paquito Caudillo se quedó empleado en el Sanatorio que había ayudado a construir con sus propias manos; primero como calefactor y luego como electricista, maquinista y todos los oficios relacionados que se acababan resumiendo en uno solo, cumplir con el trabajo para ganar el sustento diario. Al final se acabó casando con una chica del pueblo y reposa, lejos del mar, en el pequeño cementerio rodeado de compañeros de aventuras y desventuras. Mientras me tomo una cerveza bien fría, Dalmacio me prepara unos huevos fritos con lomo y patatas que devoro con sumo placer. Aquí las patatas son patatas de verdad y los huevos son huevos de gallinas libres de Mazuecos (así se comprende la afición de Delibes cuando, mojado y cansado de patear el campo tras conejos y perdices, se acercaba a tomar unas patatas con carne frente a la chimenea del comedor en aquellos lejanos tiempos en que Benito y Mariángeles regentaban el bar). No hay nada como tener hambre para comer con ganas. Pienso en el pueblo de mi amiga Cris, Mazuecos del Valdeginate y sus tortillas de dieciocho huevos. ¿Quieres postre? pregunta Dalmacio. Claro, quiero postre y café. ¿Tienes flan? Sí. ¿Es casero? Si, casero de huevo. Pues ponme un flan de huevo y un cortado con leche fría, por favor. Al acabar de cenar pido un gin-tonic. Dalmacio, todo un experto desde los lejanos tiempos del Sanga, prepara el hielo, la corteza de limón, la ginebra y la tónica según la clásica receta de Luisito, nuestro común amigo recientemente jubilado. Fundamental la tónica bien fría y el hielo de calidad para no aguar la bebida. Sale Mary a saludar, la mujer se pasa el día trabajando en la cocina, tiene buena mano. ¿Cenaste bien? Fenomenal Mary, muchas gracias. Es viernes y el bar, entre las cenas y las copas, se encuentra muy animado. Tampoco hay muchas más alternativas, realmente es el centro de la comarca.

sábado, 5 de agosto de 2017

El sanatorio antituberculoso


Observo con admiración a este viejito menudo y moreno que sube las cuestas del páramo con su BH plegable de más de 40 años, como si fuera un chaval. Antes la cadena rozaba y sonaba un poco pero desde que la he aceitado va de cine. Hay que tener ganas y entusiasmo. Pienso que cuando llega ese momento en que no deseas nada ni necesitas nada, probablemente sea el instante en que te das de bruces con la verdadera felicidad. Muchas veces no somos capaces de reconocerlo pero esa sensación es la que percibo ahora mismo charlando con este hombre de asuntos intrascendentes. La importancia de las pequeñas cosas. Ale, me voy, que se me hace de noche y aún me queda camino. Adiós, vaya con cuidado, a ver si nos vemos por Valbuena uno de estos días. Con Dios. Cuando quiera, allí tiene usted su casa, no tiene más que preguntar por el de Bilbao, el marido de la Amparo, nos conoce todo el mundo. Un vaso de vino y un rato de charla nunca le van a faltar. Le veo alejarse contento y feliz y me doy cuenta de que no me ha dicho ni su nombre; tendré que recordarle como "el marido de la Amparo", el viejito menudo de la bicicleta. Hay días en que el cielo se empeña en enviarnos algún hermoso regalo; me doy cuenta de que la ausencia de deseo tiene mucho que ver con el descubrimiento de la verdadera felicidad. Definitivamente tendré que acercarme a dar una vuelta por Valbuena. Me interno en el laberíntico conjunto de edificios que forman el complejo del antiguo Sanatorio Antituberculoso dedicado al general Varela (San Fernando 1891-Tánger 1951), ministro del ejército durante la dictadura franquista y un hombre con muchísimo poder en su tiempo. José Enrique Varela, compañero de Franco en Marruecos, comenzó su carrera como soldado raso y la acabó como general, algo verdaderamente inusual en este ámbito; se trata de uno de los pocos militares honrado en dos ocasiones con la concesión de la Gran Cruz laureada de San Fernando, la más alta distinción al mérito militar, por su heroísmo en los combates mantenidos en el Protectorado de Marruecos durante los años 1921 y 1922. Apartado del gobierno franquista tras los sucesos de la Basílica de Begoña (un ataque falangista con bombas en una ceremonia religiosa organizada por los carlistas el 16 de agosto de 1942), fue nombrado Alto Comisario de España en Marruecos y murió de leucemia en Tánger. Su hija Casilda fue la primera mujer de Paco de Lucía pese a la fuerte oposición familiar (se casaron en Ámsterdam el 27 de enero de 1977 y tuvieron tres hijos, Casilda, Lucía y Curro. Veinte años más tarde Paco se casó con Gabriela, una mejicana con la que tuvo dos hijos, Antonia y Diego). Sin darme cuenta me encuentro tarareando de manera refleja la melodía de "Entre dos aguas", una asociación mental automática. El Sanatorio Antituberculoso fue planificado en 1938, la primera piedra se puso en 1939. Recorro despacio todo el conjunto, la entrada señorial y la casa del coronel, la piscina con vistas (parece ser que no había piscina igual en todo el entorno), las galerías al sur donde se soleaban los pacientes, los salones y el cine, las casas de los mandos y las casas de los obreros… En su momento llegó a disponer de hasta 200 camas para los enfermos. Sol y aire puro en pleno centro de la meseta. Cuatro plantas más sótano con agujeros en techos y suelos. Una vez que los gitanos y chatarreros se llevaron todo el hierro de los forjados, cayeron pérgolas y techumbres y los edificios se fueron viniendo abajo, uno tras otro, como fichas de dominó. Un antiguo ascensor, roto y oxidado, se esconde en el sótano. Lamentable imagen de desolación y abandono. Me hago una ligera idea de conjunto, imposible imaginar con certeza cómo podría haber sido todo esto en sus tiempos de esplendor.

sábado, 29 de julio de 2017

El amigo de los abejarucos


Miro a mi nuevo amigo de arriba a abajo, se trata de un hombre flaco y fibroso, menudo, con sus alpargatas de esparto y su gorra de lona con la propaganda de John Deere, probablemente la más famosa marca de maquinaria agrícola desde su fundación por un herrero de Illinois en el año 1837. Se conoce que no tiene mucha prisa. Ahora que se acaba de jubilar, me dice que pasa largas temporadas en el pueblo, libre como un pájaro y sin obligaciones de ningún tipo. Sostiene que le llega con lo que tiene y que no necesita nada más, mientras una enorme sonrisa ilumina su rostro. Un hombre satisfecho con la vida y con el destino que le ha tocado en suerte, sin duda lo mejor que podía haberle ocurrido. La gorra, ya gastada por el uso, es amarilla y verde como los abejarucos, los guardias civiles y los pitos reales, el pájaro carpintero más común en la zona. Me fijo en el logo enmarcado en el frontal de la gorra; representa un corzo saltando: "Nunca doy mi nombre a un tractor que no encierra en sí mismo lo mejor de mí mismo". Un verdadero innovador el famoso herrero de Illinois. El hombre sigue diciéndome que le gusta el campo y que sale todos los días a caminar o a pasear en su bici, su mujer es más casera, no hay quien se haga con ella, afirma convencido. Entiendo que le gustaría que su mujer le acompañara en sus paseos diarios pero cada cual tiene sus preferencias y no siempre es fácil ponerse de acuerdo. A ella le gusta ir a Misa y charlar con las amigas, a mi me gusta salir al campo, no hago mal a nadie, qué le vamos a hacer. Todavía se aprecia el fuerte deje extremeño que no ha perdido, a pesar de tantos años fuera de su tierra. Mi primera impresión, y no me suelo equivocar, es que se trata de un hombre recio y austero. El camino del río es muy llano, continúa explicándome con parsimonia, pero el que sube al páramo tiene su desnivel y sus curvas y eso me gusta porque me obliga a esforzarme. Conozco bien ese camino, apostillo con confianza, sale desde el cementerio, pasa junto a la ermita de la Soledad y las ruinas del molino, y sigue paralelo al río durante un buen trecho. Creo que también hay unas ruinas que debían pertenecer a un convento o monasterio. Sí. La iglesia de san Martín de Tours y las ruinas del convento de san Miguel justo a la salida del pueblo, puntualiza con seguridad. Ya no queda casi nada. ¿Conoce el vallecito de san Vicente? No se lo pierda, es una maravilla. Claro que conozco el vallecito de san Vicente, una vaguada secreta donde se esconden los corzos y los jabalíes, lo he recorrido muchas veces en ambos sentidos, he bajado desde los Corrales del Peón y desde el cruce de la Quinta, un antiguo convento abandonado donde una sola pared se mantiene en pie, me he refrescado en la fuente de Canalejas, he hablado con los pastores y me he refugiado en sus chozos de paja o de piedra, conozco también el camino de las Monjas, hay que ir con precaución pues colocaron un montón de colmenas y está todo lleno de carteles señalando "Cuidado, abejas". Uno, ante este tipo de anuncios, no sabe muy bien cómo reaccionar... Avisado estás, aunque no sepas qué hacer para evitar la picadura de un insecto cabreado. El hombrecillo se ríe, me habla de los pájaros y de los árboles, de los tonos metálicos de los abejarucos y de la astucia de los raposos, de las águilas y los milanos. Antes de salir de su pueblo trabajó de pastor. Ahora, que ya ha completado su ciclo de su vida, dice vivir de prestado (lo mismo que en su momento me explicaba mi abuelo y que mi abuela no quería acabar de entender), disfrutando de su tiempo libre con toda la intensidad posible. Ese es el secreto, mi nuevo amigo no necesita nada, es feliz con lo que tiene y con lo que le depara el destino.

domingo, 23 de julio de 2017

El viejo puente de piedra


Salgo de casa, atravieso el río por el viejo puente de sillares de caliza y saludo a sus solitarios e inmóviles leones. El puente, de origen romano, está iluminado por dieciocho ojos de piedra. Recorro sus múltiples arcos, cegados por innumerables restos de la última riada, y contemplo los tajamares donde el agua rompe con fuerza. A un lado la tranquilidad de la isla con sus alisos, sauces y fresnos, al otro los chopos y los rápidos del río con sus corrientes espumosas donde gustan solazarse los peces. A mano izquierda destaca el cuérnago con su caz que se dirige hacia el antiguo molino de luz, junto a la herrería y el taller. Dicen que el molino pertenecía a la familia de don Mariano, un sabio a pesar de su precoz ceguera infantil; la fábrica de luz producía la energía eléctrica necesaria para el alumbrado, siendo capaz de surtir de electricidad incluso a los vecinos de Villandrando y a la cercana Dehesa de Cordovilla. La única construcción que destacaba al otro lado de la actual carretera era el hoy arruinado matadero, claro, la carretera principal pasaba por medio del pueblo y entre las últimas casas y el río no había otra cosa que campos de labor. Al otro lado del puente se extiende el monte con las bodegas a sus pies. Desde el pueblo se adivinan los tejados del Sanatorio medio ocultos por la vegetación. Algunos de los presos obligados a trabajar en su construcción, posteriormente trabajadores del Sanatorio, se acabaron casando con chicas del pueblo y formaron familias con renovada sangre aportada por la nueva juventud instalada a la fuerza lejos de su tierra. Dicen que hubo fusilamientos al pie del monte Ramírez. Imposible escapar al destino. Frente a la alternativa de la muerte no queda más remedio que resistir, eso es lo que hacía toda esta gente. Resistir y sobrevivir como mejor podían. Me dirijo al barrio de las bodegas; continúo por el camino de la Peñuela y atajo por la senda que atraviesa el bosquecito de encinas para salir directamente a las casas de la Colonia (yo soy de los que siguiendo diciendo la Colonia), justo en la curva de la carretera que sube al páramo de Valbuena (el Valle Bueno que señalan los mapas antiguos). A la derecha el talud de los abejarucos, de frente los restos de la antigua cantina del señor Serrucho y el camino de tierra que se dirige a las ruinas. Los guardias pasan despacio a bordo de su coche patrulla, suelen recorrer la zona con frecuencia. Nos saludamos con un gesto, aquí nos conocemos todos. Parece que se dirigen a las Casas de Polanco, en lo alto del páramo. Me cruzo con un abuelo que sube la cuesta apoyado en su vieja bicicleta. Ni cambios ni aluminio, puro hierro del de toda la vida. El hombre no me suena de nada, creo que nunca antes nos hemos visto, suelo ser buen fisonomista y no es fácil que se me olvide una cara conocida. Me cuenta que es de Valbuena, que le gusta hacer deporte y que ha bajado muy bien (a pesar de los baches, el mal asfalto y la ausencia de arcenes) pero ahora que el camino se vuelve a poner cuesta arriba, ha tenido que apearse y continuar empujando la bici. Me explica que siempre le gustó montar en bicicleta y que, a pesar de la edad, aun conserva buena agilidad y reflejos. Doy fe, parece que se mantiene en muy buena forma. En realidad la de Valbuena es mi mujer, puntualiza muy ufano, él es de un pueblo muy pequeño de Extremadura pero viven en Bilbao desde hace más de cincuenta años. Ya sabe usted, en aquel tiempo había que buscar trabajo donde fuera para escapar del hambre y la miseria. Difíciles años de posguerra donde todo escaseaba y había que trabajar duro por sacar un jornal con que alimentar a la familia. Las hijas, vascas casadas con otros vascos de Castilla, Extremadura y Andalucía, hace ya tiempo que viven la vida por su cuenta.

domingo, 16 de julio de 2017

Volvemos por Las Negras


Amanece un día gris con retazos de cielo azul. El poniente sopla con fuerza agitando las copas de las palmeras (hasta ahora soplaba el levante pero de repente cambia la dirección del viento). Pasan los días, uno tras otro, en medio de la tranquilidad y el silencio. Las Negras o Agua Amarga, dice la chica de la oficina de información; en Cabo de Gata estarán volando. Imposible ir a la playa con este cielo y este airón; decidimos visitar el interior. Coincidimos con Javi y su familia en el precioso vivero a la salida de Níjar: “Cactus Níjar es-Cultura” con las magníficas piezas de Anne Kampshulte alegrando el jardín. Anuncian el concierto gratuito del próximo sábado, uno de julio. Toni nos enseña sus cactus y sus olivos, fuerza de la naturaleza a través de la luz y el sol. Algunas plantitas para África (lithops, Faucaria tigrina y Pleiospilos nelii rubrum, de intenso color rojizo). Habrá que reorganizar nuestro jardín. Tendré que reponer algunos ejemplares pues la maceta de los lithops se está despoblando, los chochillos (Pleiospilos) y las portulacarias van bien, los aloes se recuperan despacio y los kalanchoes se multiplican de forma viral. Poco riego y mucha luz, insiste el chico que nos atiende. Ni una gota en invierno, en verano admiten mayor frecuencia de riego pero es fundamental un buen drenaje (los lithops son de poco agua y pocos amigos). Los cactus soportan bien el frío pero no aguantan las heladas; una vez se congela el tejido, la planta se desintegra (como el aloe en Vailima el pasado invierno). Delicadas mimosas, higueras y falsos pimenteros; esta vez no veo ni un solo granado. Javi escoge un pequeño olivo para la terraza de su casa. Trabajar en un jardín debe ser muy reconfortante. Javi tiene intención de acercarse a Agua Amarga, nosotros paseamos un rato por Níjar. Hace calor. Visitamos las tiendas de cerámica, tomamos unas cervezas en el Bar Ortiz, en el cruce de la avenida con la calle de las Eras. Las tapas son distintas cada día, nos dice la camarera, una chavala muy amable con un corte de pelo a lo chico y tatuajes espectaculares. Entre unas cosas y otras, olvido preguntar su nombre. Con las cervezas y las tapas (carne al ajillo, bonito encebollado, bacalao con tomate...) comemos muy bien. En la alfarería habitual encontramos algunas piezas que nos llaman la atención: un enorme botijo de barro rojo y una marmita para cocinar. La chica que nos atiende nos explica que el botijo es de Alicante y la marmita de Albox (o de Sorbas, no recuerda bien); un barro especial que soporta altas temperaturas (nos recomienda sumergirla en agua toda una noche antes de utilizarla). Calidad a precio razonable: diez euros el botijo y doce la marmita con tapa (que imagino sobre la estufa de Vailima cociendo a fuego lento con alubias, oreja, ajo y laurel). En el antiguo Coral, el 11 de la avenida principal, nos ofrecen una mesa de teselas a mitad de precio (esas mesas de mosaico tipo marroquí). Elegimos la de color granate, más discreta que la verde o la azul. La idea sería montar un rincón en la cocina donde desayunar sin prisas. Volvemos por Campohermoso y Las Negras, un recorrido más largo pero bastante más entretenido. Atravesamos las minas de oro, subimos la Amatista y alcanzamos San José. La silueta azul de los Frailes domina el entorno. Las nubes ocultan el sol pero el aire corre como si hubieran encendido un ventilador y las hojas de las buganvillas invaden la piscina con sus diferentes tonos y colores. En la playa apenas hay gente, la arena volando a cada lado acaba siendo molesta. Volvemos a El Faro; berenjena con miel, calamar en aceite y gallopedro frito tal y como nos sugiere Alejandro (dice que resulta más jugoso). Saetías blanco de la zona. Todo un acierto. Cafés y chupitos por cuenta de la casa. Nos despedimos del Cabo con una cerveza artesana en la Abacería.

martes, 11 de julio de 2017

Por el jardín de Rodalquilar


Un rato en la playa del Peñón Blanco en La Isleta del Moro Arráez. Tierra de piratas y berberiscos donde destacan las atalayas, torreones y castillos defensivos a pie de costa. Palmeras y palmitos, la única palmera autóctona europea, crecen desaforadas en el mejor ambiente que pudieran encontrar. Una acacia de las cuatro estaciones nos alegra la mañana. Recuerdo a Bianka, la palmera que lleva toda una vida con nosotros y que desde 2001 no para de crecer, prisionera en una maceta de la que no resulta fácil escapar. Azufaifos y algarrobos en el jardín del Albardinal, matorral desértico (cornicales, lentiscos, cambrones, espartos, rascamoños, hierba del rocío) junto a olivos centenarios, encinas y granados. Destaca un bosquecito de algarrobos jóvenes, también algunos acebuches pequeños que crecen invadidos por la cochinilla algodonosa. Rosa nos avisa que cierran a la una, por no dejarnos encerrados (no sería la primera vez, indica con sorna). Imposible instalarnos en el Playazo con el aire que sopla. Nos acercamos a saludar a Fidel, tenemos suerte, nos dice que cierra los lunes y los martes por cuidar de su pequeña. Fidel está como siempre; le preguntamos por Mariloli, hace tiempo que no la ve, vive al otro lado del pueblo. Va bien. Monique ha vendido su restaurante y se ha instalado en Marruecos con su novio. Charamos un rato, tomamos unas cañas. Rodalquilar está precioso, el arte invade las calles. Aprovecho por sacar algunas fotos con el móvil. La Despensa, la tiendecilla de vinos, sigue funcionando a toda máquina (uno de los chicos nos dice que abren todos los días del año a partir de las ocho y media de la mañana). Nos acercamos a Las Negras pero resulta imposible tomar nada, el mar está picado y la gente se concentra en bares y terrazas. Conseguimos tomar café en La Sal, moderno y agradable restaurante frente al mar con lámparas de esparto y cuadros de chumberas. El pueblo está en obras, se nota que se andan preparando para el verano. Hace mucho menos aire que en San José. Un gato se estira sin ningún pudor a la puerta de una tienda de recuerdos. Me llevo el Eco del Parque de la pasada primavera, la revista que edita periódicamente la asociación de amigos del parque natural (descubro que también es posible consultarla en Internet). Un hombre vende colgantes de piedritas de la cala de san Pedro con iniciales en plata. Volvemos a San José. A última hora de la tarde repetimos cerveza artesanal en la Abacería; Blanca me regala una bonita bolsa de cuero que encuentra en una tienda en la misma calle (moda, cuero, vestidos y regalos). Caminamos hasta el pequeño puerto marítimo al otro lado del paseo. Encontramos a Javier con su perro de aguas, atiende por Niki y es muy gracioso y juguetón. Cena en El Faro: timbal de verduras, sargo a la brasa y tarta casera de queso, con un blanco frío de Laujar (macabeo de la ribera del Andarax, en la Alpujarra almeriense). Nos atiende Alejandro, un muchacho muy simpático y profesional. No acabo de distinguir los pargos de los sargos. Alejandro nos explica que el sargo (Diplodus sargus) es un pescado de roca de color plata que se alimenta de lo que va encontrando en los fondos marinos, en cambio el pargo (Pagrus pagrus) es un tipo de besugo de coloración más rosada y carne más seca, que también se conoce como urta o bocinegro. Saludamos a Darly, la jefa, dice que se acuerda de nosotros y nos da muchos recuerdos para Marisa. Nos acercamos al Pirata Maimono por cerrar la noche. Gente por todos los sitios. La cena me ha dado sed, me tomo un par de cervezas. El paseo de vuelta al hotel, con la tranquilidad de la noche, resulta especialmente agradable. Corre el aire perfumado por el aroma de la flor del jazmín.

miércoles, 5 de julio de 2017

La playa de Genoveses


Después de desayunar y comprar el periódico, paseamos hasta Genoveses, una de las playas más hermosas de todo el entorno. Genoveses es de las pocas playas con sombra junto con la preciosa cala de los Toros, agazapada en un bosquecito de pinos y palmeras (también conocida como cala del Barranco Negro). En cualquier caso siempre se puede encontrar algún hueco protegido entre los paredones de roca cuando pega mucho el sol. El tiempo discurre sin prisa, entretenidos sin ninguna ocupación especial. Luce el sol, la mañana es agradable. Los coches se atascan a la entrada del parque esperando su turno de entrada. Fotografío el molino contra el cielo azul, los pitacos y la rambla. Las ruinas de los cortijos se deshacen como castillos de arena. La playa está tranquila, corre una suave brisa que riza la superficie del agua. Azul contra azul. Un velero se balancea en medio de la ensenada. Algunas fotos mientras me resguardo del sol implacable bajo la sombra de los eucaliptos. Leo, descanso, miro el mar hasta perderme en su distancia infinita y azul. El calor es sofocante, el agua está caliente pero no hay mucha gente y el descanso en la playa resulta reparador. Una tropilla de peces pequeños se acercan a saludar. Sigo la línea de la costa con la vista, imagino los contornos quebrados de Cala Amarilla, Cala Príncipe y el Barronal. Una pareja bucea en la zona rocosa a la izquierda de la playa, se conoce que debe haber mucha vida marina pues parecen emocionados. Las piedras emergen cubiertas por el verde de las algas. Un hombre de pelo blanco presume de haber visto un mero de medio metro pero ante las incongruencias que manifiesta me da la impresión de que más bien ha podido soñarlo. Sus dos hijas veinteañeras, guapas y distantes, toman el sol sin prestarle ninguna atención. El hombre se ajusta un viejo sombrero de paja y se sienta en una toalla al sol sin quitarse siquiera la camiseta con la que ha estado buceando. Su mujer tampoco parece hacerle ningún caso. Pienso en una posible ocupación que me permitiera vivir sin trabajar aunque en ese caso nada sería igual. Me propongo caminar con asiduidad, un reto fácilmente asumible. Dejo vagar la imaginación con total libertad, una vida fácil y sencilla cerca del mar. Hace calor así que nos retiramos prudentemente a descansar; el sol de las horas centrales del día es tremendamente dañino y hay que cuidarse. Volvemos caminando por el estrecho sendero que conduce hasta el molino, un buen atajo respecto al camino habitual que discurre por el acantilado al borde del mar. Las sencillas flores de papel, blancas y azules, crecen a ambos lados de la senda entre pitacos y chumberas (se trata de un tipo de limonium endémico de la zona). Calor y moscas. Paramos en la terraza del Pirata Maimono por tomar una cerveza y picar algo; después del vigoroso paseo bajo el sol, llegamos sudorosos y sedientos. Escribo a Juan, a Jareck y a Ruth, hoy en día con el Internet se llega a todas partes. A última hora nos acercamos a comprar provisiones de primera necesidad. Encontramos sal, vino y aceite en una de las tiendecillas del pueblo; Tetas de la Sacristana, un tinto de Laujar (Fondón) en la Alpujarra almeriense, el "jaén blanca" de Cristina Calvache y una botella de Flor de Indalia (coupage blanco con vermentino, macabeo, chardonnay y sauvignon blanc), de la ribera del Andarax. Dicen que el vino de la Sacristana marida muy bien con el arroz con setas, el civet de liebre o el pichón asado, también con las legumbres estofadas y los quesos curados. Habrá que probarlo. Cenamos en la Abacería: cerveza, ahumados y carpaccio de atún rojo; compramos aceitunas rellenas, vino espumoso tipo sangría y vinagre de higo de la Chinata. Sin duda una agradable experiencia. Habrá que volver.

viernes, 30 de junio de 2017

Una semana en San José


Unos días en el Cabo de las Ágatas, un paraíso junto al mar, por desconectar de la rutina diaria. En el solsticio de verano los días son largos y luminosos, uno de los escasos sucesos mágicos que ocurren a lo largo del año, sin duda un acontecimiento atávico y ancestral. Allí, al borde del mar, soy capaz de detener el tiempo y pararme a pensar, me encuentro conmigo mismo, un ejercicio mental que resulta muy útil practicar de vez en cuando. Hace ya cerca de un año de nuestra última visita y sin duda se echa de menos (quizá influya en ello la existencia de mis genes mediterráneos). Salimos temprano desde casa; parada técnica en Albacete por visitar el Pasaje de Lodares y comprar alguna navaja curiosa. Esta vez me decido por una navaja de bolsillo con las cachas de avellano del famoso fabricante Miguel Nieto (con hoja de acero AN58); el vendedor me desaconseja la de encina o la de olivo por ser una madera más blanda, aunque yo siempre había pensado en la superior dureza del olivo. Se conoce que tenía en mente venderme la de avellano, que en cualquier caso resulta muy hermosa además de práctica y funcional. Desayunamos en el Antiguo Casino (café y tostada de tomate), como tenemos costumbre. En el escaparate de Simón, en Tesifonte Gallego, descubro una navajita de olivo, en este caso una Jocker en acero 440, de calidad superior. Poco antes de llegar a nuestro destino repostamos en la estación de servicio de la Venta del Pobre, justo a la entrada del parque sobrenatural. Se nota el olor a sal por la cercana presencia del mar. En la playa hace calor, hay gente por todas partes, las terrazas y los bares están bien concurridos. Nos reciben los salmonetes, los chopitos y las cervezas en la terraza de El Emigrante. Descansamos un rato en la piscina del hotel; el día está siendo muy caluroso así que me subo a la habitación y enciendo el aire acondicionado. Blanca tiene ganas de playa pero a mí la tarde se me hace muy larga y prefiero entretenerme con mis escritos y mis lecturas. Releo el relato sobre la Estrella del Pastor, un conjunto de vivencias y sensaciones escritas hace unos años, ilustrado por el ojo de mi cámara. El tiempo pasa sin apenas darnos cuenta, los años no perdonan. Esta noche reservamos en La Gallineta (Scorpaena scrofa), por celebrar la noche de san Juan haciendo algo diferente. Un sitio selecto que nunca defrauda. Una chica muy simpática nos explica que cuidan su propia huerta donde crece el cebollino y otras hierbas. Ensalada verde con huevo poché, pipas de girasol y virutas de jamón, lomos de sardina ahumada y crujiente de pescado estilo Estambul con una botella de Flor de Indalia, un blanco muy frío de la ribera del Andarax. Sigue haciendo calor, nos atacan las moscas a pesar de intentar espantarlas con un ventilador. Están muy pesadas, quizá sea su hora, la caída de la tarde es el peor momento del día (no nos dejarán tranquilos hasta que no entre definitivamente la noche). Finalizamos la cena con un sorbete artesanal de hierbaluisa, la hierba que huele a limón. El paseo está muy animado. Conocemos a Enrico, un italiano que vende fósiles y piedras semipreciosas en un puesto frente al mar. Compramos un llavero de ágata y otro de ojo de tigre. Las piedras preciosas conservan en su interior toda la fuerza de la naturaleza. Enrico nos dice que es amigo de Manuma, el fotógrafo, que también vende piedras en el aparcamiento frente al faro del Cabo y el arrecife de las Sirenas. Al lado una chavala expone diferentes extractos de aloe puro, el gel que habitualmente suelo usar para el cuidado de la piel. La textura y el olor son agradables así que me llevo el envase de un litro, mucho más económico en proporción que las presentaciones más pequeñas. Ni rastro de Manuma en esta ocasión.

viernes, 23 de junio de 2017

El ventano de Antequera


He comprado un ventanuco viejo en Cabra, Córdoba, en una de esas tiendas virtuales que pululan por Internet. Los habitantes de Cabra se llaman egabrenses, una de las habituales preguntas que me planteaba Clemente cada fin de semana, junto con el nombre de los habitantes de Madagascar o el cotidiano repaso de las diferentes capitales europeas (antes de la disolución de la federación rusa las capitales europeas eran muchas menos pues en el territorio ruso no había que memorizar nada más que Moscú). Una tienda virtual en el gigantesco mercado global donde me ofrecen una ventana tan real y verdadera como la vida misma. Por las fotos ya tiene unos pocos años y una larga vida recorrida. El contacto con el vendedor es sencillo e intuitivo a pesar de que nuestra edad nos impida la agilidad de los auténticos nativos digitales. Después de algunos tanteos ajustamos un precio razonable que satisface a ambas partes (lo importante es quedarte con la sensación de que no te engañan y de que pagas lo que el producto se merece). “Magnífica compra y a muy buen precio”, señala el vendedor en su mensaje de confirmación (yo pienso que habrá que esperar para comprobarlo, el problema de Internet es que compras sin tocar el producto y a veces puedes llevarte desagradables sorpresas). En cualquier caso me da la impresión de que se trata de una buena compra. Poco más de cinco euros por el transporte a través de mensajería exprés. El vendedor puntualiza que la ventana es del siglo XIX, cualquiera sabe, quizá una coletilla por intentar atraer mayor interés. Enseguida recibo el pedido, embalado y protegido como si fuera una momia egipcia. Mauricio lo recoge esta misma mañana. Me doy cuenta de que la ventana está más deteriorada de lo que yo pensaba, la madera está muy vieja, cuarteada y reseca tanto por los años de vida como por la falta de mantenimiento periódico (la madera bien cuidada es eterna pero una vez abandonada, se deteriora rápidamente). La reja está oxidada pero resulta muy curiosa, en realidad no son más que tres hierros de forja de apenas cincuenta centímetros que se entrecruzan definiendo seis perfectos rectángulos regulares; uno de los hierros, el horizontal, tiene dos orificios por donde entran los dos hierros verticales. El ventanuco, por lo visto, procede de Antequera, a unos 65 kilómetros de Cabra. Aparte del marco de madera con su reja de forja, también conserva el viejo cuartillo que servía para cerrar la ventana. Las bisagras son modernas, el hierro está completamente oxidado y la madera tiene restos de pintura que se desprende en capas nada más tocarla. Mucho trabajo por delante. Habrá que limpiar bien todo el conjunto, decapar y quitar la pintura muerta, sanear y tratar la madera con productos especiales para combatir carcomas y polillas. Lo peor es la mala conservación de la madera, sometida durante años a la más cruda intemperie sin ningún tipo de protección. Pacopús, que entiende un montón de antigüedades, me dice que va a ser difícil recuperarla (de todas maneras yo tengo mucha fe en su buen hacer). Es cierto que en estos momentos da la impresión de una ventana de cartón piedra; sin duda el aceite o la grasa ayudarán a intentar darle una nueva la vida. Tras la limpieza y restauración, tengo intención de tratarla con una mezcla de aguarrás y cera virgen, una combinación que nutre su in1terior y realza los mejores brillos proporcionando protección contra los elementos atmosféricos. La idea sería colgarla en la pared de la caseta que da a la zona de la pérgola, al otro lado de la casa-nido de corcho que puse para los pájaros. Un trompe-l’oeil o trampantojo en primera persona (ilusión óptica que hace creer ver algo distinto de lo que en realidad se aprecia). Iremos viendo.

viernes, 16 de junio de 2017

Mi segunda oportunidad


Han transcurrido ya más de cuatro semanas desde mi absurda caída de un taburete y de mi golpetazo en la cabeza; afortunadamente un incidente sin consecuencias aunque, de haberse complicado, el resultado podría haber sido fatal. Sigo sin recordar absolutamente nada ni de la caída ni de las dos horas posteriores; la contusión ha desaparecido, la cefalea y el aturdimiento pasaron y el TAC cerebral resultó normal. Pensándolo fríamente, podría haberme matado. Ahora lo que tengo que hacer es aprovechar el tiempo, disfrutar de la vida e intentar ser feliz, algo que depende exclusivamente de mi. Es el momento de poner al día mi innumerable lista de deseos: viajar y escribir, caminar por la montaña, hacer fotos, leer, cuidar el jardín, mantener el blog, montar en bici, cocinar, pasear por el campo, hacer deporte, estudiar inglés, tocar la guitarra. Montones de cosas sencillas que me hacen disfrutar y para las que necesito mucho tiempo y poco dinero. El secreto consiste en disminuir las necesidades y vivir con menos para poder dedicarnos en conciencia a todo aquello que nos hace felices. Cobran especial importancia pequeños placeres hasta ahora inadvertidos, una copa de vino, una hermosa puesta de sol, un paseo por el bosque. Siempre hay posibles alternativas. Pienso en Gary, un amigo jubilado que se dedica a pintar y a viajar por el mundo; también pienso en Pepe y sus diferentes “caminos”, una obsesión, una manera elegante de escapar a la rutina diaria. Simplemente disfrutar y vivir. Yo también aspiro a vivir de las cosas que me gustan y a las que estos amigos dedican su tiempo y sus esfuerzos de manera habitual. Sin embargo, me doy cuenta de que voy dejando pasar el tiempo sin modificar nada en absoluto. La vida es demasiado corta, cuando quieres darte cuenta la mayor parte del tiempo se ha consumido y ya no queda nada más. Es como cuando alguien se muere y desaparece para siempre, no hay vuelta atrás. Esto tiene que cambiar, quizá se trate de una quimera, una entelequia, pero lo cierto es que no puedo seguir así. El cambio ha de ser ahora, no puedo esperar mucho más pues el tiempo discurre de manera inexorable. “Tempus fugit” recordaba Clemente a la menor oportunidad que se le presentaba. Diez años, dos años, incluso un año se me hace un futuro muy lejano. La única vía consiste en fijar un objetivo, marcar los pasos y seguir avanzando. Me doy cuenta de que la vida me ha dado una segunda oportunidad y tengo que aprovecharla, es un tren que no puedo dejar escapar. Me viene a la cabeza la historia de Scott, un joven emprendedor que una vez que consigue vivir de sus sueños, toma un año sabático y fallece de manera accidental subiendo al Kilimanjaro con su mujer. No sé si es mala suerte o si el destino cruel castiga con dureza a quienes intentan escapar de una vida ordenada y convencional. Scott, al menos, intentó vivir sus sueños en primera persona. Pienso que cada persona tiene un don, un súper-poder que le convierte en alguien especial. Todos somos personas especiales. Lo importante es encontrar tu lugar en el mundo, hacer lo que te gusta y ser capaz de transmitir emociones. La emoción es la palanca del cambio, algo que ayuda a conseguir todo aquello que uno se propone (siempre dentro de un orden). Ese es el secreto, transmitir emociones. Llegados a este punto, decido cambiar mi vida. Tengo claro que soy el único dueño de mi destino. Las ideas más locas bullen en el interior de mi cabeza, dudo entre irme a vivir al campo, dedicarme a viajar o montar una librería virtual en Internet. Es el momento de perder el miedo y hacer caso a nuestras emociones más profundas. Es mundo es de los valientes. Hay que ser capaz de atreverse a intentarlo, está en nuestras manos. No podemos dejar de soñar.