viernes, 8 de septiembre de 2017

Paseo por el valle Bueno


Una vez en el pueblo busco la fuente por refrescarme un poco. Las avispas andan revueltas con el agua y el calor. Un par de perros me ladran con desgana, nos conocemos de otras veces así que esta vez ni se dignan a levantarse. Enseguida me encuentro con el abuelo que conocí ayer en el camino de la Colonia, el amigo de los abejarucos al que olvidé preguntar su nombre. Ya sabía yo que me lo iba a encontrar, tenía el presentimiento y estas sensaciones no me suelen fallar. Me dice que se llama Venancio, me invita a tomar un vino en el Tele-Club y charlamos un rato sobre la vida y sus circunstancias. En cualquier caso parece mucho más joven que ayer, la primera impresión a veces engaña. En el pueblo se encuentra muy bien, cada día sale a pasear por el campo, bien andando o bien en bici; me cuenta que esta mañana subió al páramo alto por el Vallejón, anduvo por los corrales de la Mora y retornó por la vaguada del arroyo del Prado. El páramo está más alto que las tierras circundantes, de ahí las estupendas vistas que se disfrutan desde arriba. Yo le pregunto si subió en bici como ayer pero me dice que el camino es malo y que hay mucho desnivel, por lo que la empresa resultaría harto complicada. Además, puntualiza con convicción, es bueno usar las piernas, el recorrido no es largo pero resulta entretenido. Tenemos una buena casa bien acondicionada, continúa Venancio, era de los suegros. Cuando se fueron, la heredó la mujer y la arreglamos toda entera. La mujer tiene amigas y se entretiene mucho, va a misa, juega a las cartas, yo he puesto un huertecillo con tomates y cebollas, poca cosa, por pasar el rato; las hijas, en cambio, vienen muy poco, ya sabe usted, viven en Bilbao y en Barcelona, se conoce que les va más la playa, cosas de jóvenes, al final en estos pueblos no quedan más que los viejos. Ellas dicen que aquí no tienen nada que hacer y que los críos se aburren. Yo vengo porque me gusta, no se crea, ninguna obligación, yo ya estoy muy trabajado pero aquí me lo paso muy bien, mucho mejor que en Bilbao donde no puedo salir al campo ni a ningún sitio. Cada día una cosa distinta, no me falta la faena ni el entretenimiento. Si, ya veo que no para. Y por las noches a la bodega, si le apetece, está usted invitado. Muchas gracias, lo tendré en cuenta. Me encuentro bien a gusto charlando con Venancio pero aún me queda camino y no me quiero demorar demasiado. Tengo idea de comer en casa aunque los horarios no me preocupan en exceso. Intento pagar los vinos, algo que resulta de todo punto imposible ante la insistencia de Venancio por hacerse cargo de la cuenta. Yo pensé que los jubilados no podían pagar, que no les llegaba la pensión. Quite, quite, que estaré jubilado pero este es mi pueblo y estando yo presente aquí no me paga el vino un forastero. Al acabar, Venancio insiste en acompañarme hasta la ermita, al otro extremo del pueblo, justo desde donde sale la pista de tierra hacia Villandrando. Nos despedimos prometiendo, si Dios quiere, volver a vernos en breve. La ermita del Espíritu Santo se encuentra poco después del cementerio, cuatro paredes de bloque gris recortadas contra el cielo. Por encima de los muros sobresalen las copas de algunos cipreses intentando escapar del camposanto. Un abuelo, sentado a la sombra de la pared de la ermita, lee muy ufano un periódico atrasado. ¿Qué hay de nuevo por el mundo?, pregunto curioso. Nada distinto a lo de ayer o a lo de la semana pasada, nada distinto de lo que nos contarán mañana. Hoy en día nos tienen engañados. El periódico es antiguo pero me entretiene mucho. Al fin y al cabo siempre dicen lo mismo así que me vale para leer y recordar cosas. Pues tiene toda la razón del mundo, afirmo convencido, y allí le dejo, platicando a solas con su periódico.

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