sábado, 29 de julio de 2017

El amigo de los abejarucos


Miro a mi nuevo amigo de arriba a abajo, se trata de un hombre flaco y fibroso, menudo, con sus alpargatas de esparto y su gorra de lona con la propaganda de John Deere, probablemente la más famosa marca de maquinaria agrícola desde su fundación por un herrero de Illinois en el año 1837. Se conoce que no tiene mucha prisa. Ahora que se acaba de jubilar, me dice que pasa largas temporadas en el pueblo, libre como un pájaro y sin obligaciones de ningún tipo. Sostiene que le llega con lo que tiene y que no necesita nada más, mientras una enorme sonrisa ilumina su rostro. Un hombre satisfecho con la vida y con el destino que le ha tocado en suerte, sin duda lo mejor que podía haberle ocurrido. La gorra, ya gastada por el uso, es amarilla y verde como los abejarucos, los guardias civiles y los pitos reales, el pájaro carpintero más común en la zona. Me fijo en el logo enmarcado en el frontal de la gorra; representa un corzo saltando: "Nunca doy mi nombre a un tractor que no encierra en sí mismo lo mejor de mí mismo". Un verdadero innovador el famoso herrero de Illinois. El hombre sigue diciéndome que le gusta el campo y que sale todos los días a caminar o a pasear en su bici, su mujer es más casera, no hay quien se haga con ella, afirma convencido. Entiendo que le gustaría que su mujer le acompañara en sus paseos diarios pero cada cual tiene sus preferencias y no siempre es fácil ponerse de acuerdo. A ella le gusta ir a Misa y charlar con las amigas, a mi me gusta salir al campo, no hago mal a nadie, qué le vamos a hacer. Todavía se aprecia el fuerte deje extremeño que no ha perdido, a pesar de tantos años fuera de su tierra. Mi primera impresión, y no me suelo equivocar, es que se trata de un hombre recio y austero. El camino del río es muy llano, continúa explicándome con parsimonia, pero el que sube al páramo tiene su desnivel y sus curvas y eso me gusta porque me obliga a esforzarme. Conozco bien ese camino, apostillo con confianza, sale desde el cementerio, pasa junto a la ermita de la Soledad y las ruinas del molino, y sigue paralelo al río durante un buen trecho. Creo que también hay unas ruinas que debían pertenecer a un convento o monasterio. Sí. La iglesia de san Martín de Tours y las ruinas del convento de san Miguel justo a la salida del pueblo, puntualiza con seguridad. Ya no queda casi nada. ¿Conoce el vallecito de san Vicente? No se lo pierda, es una maravilla. Claro que conozco el vallecito de san Vicente, una vaguada secreta donde se esconden los corzos y los jabalíes, lo he recorrido muchas veces en ambos sentidos, he bajado desde los Corrales del Peón y desde el cruce de la Quinta, un antiguo convento abandonado donde una sola pared se mantiene en pie, me he refrescado en la fuente de Canalejas, he hablado con los pastores y me he refugiado en sus chozos de paja o de piedra, conozco también el camino de las Monjas, hay que ir con precaución pues colocaron un montón de colmenas y está todo lleno de carteles señalando "Cuidado, abejas". Uno, ante este tipo de anuncios, no sabe muy bien cómo reaccionar... Avisado estás, aunque no sepas qué hacer para evitar la picadura de un insecto cabreado. El hombrecillo se ríe, me habla de los pájaros y de los árboles, de los tonos metálicos de los abejarucos y de la astucia de los raposos, de las águilas y los milanos. Antes de salir de su pueblo trabajó de pastor. Ahora, que ya ha completado su ciclo de su vida, dice vivir de prestado (lo mismo que en su momento me explicaba mi abuelo y que mi abuela no quería acabar de entender), disfrutando de su tiempo libre con toda la intensidad posible. Ese es el secreto, mi nuevo amigo no necesita nada, es feliz con lo que tiene y con lo que le depara el destino.

domingo, 23 de julio de 2017

El viejo puente de piedra


Salgo de casa, atravieso el río por el viejo puente de sillares de caliza y saludo a sus solitarios e inmóviles leones. El puente, de origen romano, está iluminado por dieciocho ojos de piedra. Recorro sus múltiples arcos, cegados por innumerables restos de la última riada, y contemplo los tajamares donde el agua rompe con fuerza. A un lado la tranquilidad de la isla con sus alisos, sauces y fresnos, al otro los chopos y los rápidos del río con sus corrientes espumosas donde gustan solazarse los peces. A mano izquierda destaca el cuérnago con su caz que se dirige hacia el antiguo molino de luz, junto a la herrería y el taller. Dicen que el molino pertenecía a la familia de don Mariano, un sabio a pesar de su precoz ceguera infantil; la fábrica de luz producía la energía eléctrica necesaria para el alumbrado, siendo capaz de surtir de electricidad incluso a los vecinos de Villandrando y a la cercana Dehesa de Cordovilla. La única construcción que destacaba al otro lado de la actual carretera era el hoy arruinado matadero, claro, la carretera principal pasaba por medio del pueblo y entre las últimas casas y el río no había otra cosa que campos de labor. Al otro lado del puente se extiende el monte con las bodegas a sus pies. Desde el pueblo se adivinan los tejados del Sanatorio medio ocultos por la vegetación. Algunos de los presos obligados a trabajar en su construcción, posteriormente trabajadores del Sanatorio, se acabaron casando con chicas del pueblo y formaron familias con renovada sangre aportada por la nueva juventud instalada a la fuerza lejos de su tierra. Dicen que hubo fusilamientos al pie del monte Ramírez. Imposible escapar al destino. Frente a la alternativa de la muerte no queda más remedio que resistir, eso es lo que hacía toda esta gente. Resistir y sobrevivir como mejor podían. Me dirijo al barrio de las bodegas; continúo por el camino de la Peñuela y atajo por la senda que atraviesa el bosquecito de encinas para salir directamente a las casas de la Colonia (yo soy de los que siguiendo diciendo la Colonia), justo en la curva de la carretera que sube al páramo de Valbuena (el Valle Bueno que señalan los mapas antiguos). A la derecha el talud de los abejarucos, de frente los restos de la antigua cantina del señor Serrucho y el camino de tierra que se dirige a las ruinas. Los guardias pasan despacio a bordo de su coche patrulla, suelen recorrer la zona con frecuencia. Nos saludamos con un gesto, aquí nos conocemos todos. Parece que se dirigen a las Casas de Polanco, en lo alto del páramo. Me cruzo con un abuelo que sube la cuesta apoyado en su vieja bicicleta. Ni cambios ni aluminio, puro hierro del de toda la vida. El hombre no me suena de nada, creo que nunca antes nos hemos visto, suelo ser buen fisonomista y no es fácil que se me olvide una cara conocida. Me cuenta que es de Valbuena, que le gusta hacer deporte y que ha bajado muy bien (a pesar de los baches, el mal asfalto y la ausencia de arcenes) pero ahora que el camino se vuelve a poner cuesta arriba, ha tenido que apearse y continuar empujando la bici. Me explica que siempre le gustó montar en bicicleta y que, a pesar de la edad, aun conserva buena agilidad y reflejos. Doy fe, parece que se mantiene en muy buena forma. En realidad la de Valbuena es mi mujer, puntualiza muy ufano, él es de un pueblo muy pequeño de Extremadura pero viven en Bilbao desde hace más de cincuenta años. Ya sabe usted, en aquel tiempo había que buscar trabajo donde fuera para escapar del hambre y la miseria. Difíciles años de posguerra donde todo escaseaba y había que trabajar duro por sacar un jornal con que alimentar a la familia. Las hijas, vascas casadas con otros vascos de Castilla, Extremadura y Andalucía, hace ya tiempo que viven la vida por su cuenta.

domingo, 16 de julio de 2017

Volvemos por Las Negras


Amanece un día gris con retazos de cielo azul. El poniente sopla con fuerza agitando las copas de las palmeras (hasta ahora soplaba el levante pero de repente cambia la dirección del viento). Pasan los días, uno tras otro, en medio de la tranquilidad y el silencio. Las Negras o Agua Amarga, dice la chica de la oficina de información; en Cabo de Gata estarán volando. Imposible ir a la playa con este cielo y este airón; decidimos visitar el interior. Coincidimos con Javi y su familia en el precioso vivero a la salida de Níjar: “Cactus Níjar es-Cultura” con las magníficas piezas de Anne Kampshulte alegrando el jardín. Anuncian el concierto gratuito del próximo sábado, uno de julio. Toni nos enseña sus cactus y sus olivos, fuerza de la naturaleza a través de la luz y el sol. Algunas plantitas para África (lithops, Faucaria tigrina y Pleiospilos nelii rubrum, de intenso color rojizo). Habrá que reorganizar nuestro jardín. Tendré que reponer algunos ejemplares pues la maceta de los lithops se está despoblando, los chochillos (Pleiospilos) y las portulacarias van bien, los aloes se recuperan despacio y los kalanchoes se multiplican de forma viral. Poco riego y mucha luz, insiste el chico que nos atiende. Ni una gota en invierno, en verano admiten mayor frecuencia de riego pero es fundamental un buen drenaje (los lithops son de poco agua y pocos amigos). Los cactus soportan bien el frío pero no aguantan las heladas; una vez se congela el tejido, la planta se desintegra (como el aloe en Vailima el pasado invierno). Delicadas mimosas, higueras y falsos pimenteros; esta vez no veo ni un solo granado. Javi escoge un pequeño olivo para la terraza de su casa. Trabajar en un jardín debe ser muy reconfortante. Javi tiene intención de acercarse a Agua Amarga, nosotros paseamos un rato por Níjar. Hace calor. Visitamos las tiendas de cerámica, tomamos unas cervezas en el Bar Ortiz, en el cruce de la avenida con la calle de las Eras. Las tapas son distintas cada día, nos dice la camarera, una chavala muy amable con un corte de pelo a lo chico y tatuajes espectaculares. Entre unas cosas y otras, olvido preguntar su nombre. Con las cervezas y las tapas (carne al ajillo, bonito encebollado, bacalao con tomate...) comemos muy bien. En la alfarería habitual encontramos algunas piezas que nos llaman la atención: un enorme botijo de barro rojo y una marmita para cocinar. La chica que nos atiende nos explica que el botijo es de Alicante y la marmita de Albox (o de Sorbas, no recuerda bien); un barro especial que soporta altas temperaturas (nos recomienda sumergirla en agua toda una noche antes de utilizarla). Calidad a precio razonable: diez euros el botijo y doce la marmita con tapa (que imagino sobre la estufa de Vailima cociendo a fuego lento con alubias, oreja, ajo y laurel). En el antiguo Coral, el 11 de la avenida principal, nos ofrecen una mesa de teselas a mitad de precio (esas mesas de mosaico tipo marroquí). Elegimos la de color granate, más discreta que la verde o la azul. La idea sería montar un rincón en la cocina donde desayunar sin prisas. Volvemos por Campohermoso y Las Negras, un recorrido más largo pero bastante más entretenido. Atravesamos las minas de oro, subimos la Amatista y alcanzamos San José. La silueta azul de los Frailes domina el entorno. Las nubes ocultan el sol pero el aire corre como si hubieran encendido un ventilador y las hojas de las buganvillas invaden la piscina con sus diferentes tonos y colores. En la playa apenas hay gente, la arena volando a cada lado acaba siendo molesta. Volvemos a El Faro; berenjena con miel, calamar en aceite y gallopedro frito tal y como nos sugiere Alejandro (dice que resulta más jugoso). Saetías blanco de la zona. Todo un acierto. Cafés y chupitos por cuenta de la casa. Nos despedimos del Cabo con una cerveza artesana en la Abacería.

martes, 11 de julio de 2017

Por el jardín de Rodalquilar


Un rato en la playa del Peñón Blanco en La Isleta del Moro Arráez. Tierra de piratas y berberiscos donde destacan las atalayas, torreones y castillos defensivos a pie de costa. Palmeras y palmitos, la única palmera autóctona europea, crecen desaforadas en el mejor ambiente que pudieran encontrar. Una acacia de las cuatro estaciones nos alegra la mañana. Recuerdo a Bianka, la palmera que lleva toda una vida con nosotros y que desde 2001 no para de crecer, prisionera en una maceta de la que no resulta fácil escapar. Azufaifos y algarrobos en el jardín del Albardinal, matorral desértico (cornicales, lentiscos, cambrones, espartos, rascamoños, hierba del rocío) junto a olivos centenarios, encinas y granados. Destaca un bosquecito de algarrobos jóvenes, también algunos acebuches pequeños que crecen invadidos por la cochinilla algodonosa. Rosa nos avisa que cierran a la una, por no dejarnos encerrados (no sería la primera vez, indica con sorna). Imposible instalarnos en el Playazo con el aire que sopla. Nos acercamos a saludar a Fidel, tenemos suerte, nos dice que cierra los lunes y los martes por cuidar de su pequeña. Fidel está como siempre; le preguntamos por Mariloli, hace tiempo que no la ve, vive al otro lado del pueblo. Va bien. Monique ha vendido su restaurante y se ha instalado en Marruecos con su novio. Charamos un rato, tomamos unas cañas. Rodalquilar está precioso, el arte invade las calles. Aprovecho por sacar algunas fotos con el móvil. La Despensa, la tiendecilla de vinos, sigue funcionando a toda máquina (uno de los chicos nos dice que abren todos los días del año a partir de las ocho y media de la mañana). Nos acercamos a Las Negras pero resulta imposible tomar nada, el mar está picado y la gente se concentra en bares y terrazas. Conseguimos tomar café en La Sal, moderno y agradable restaurante frente al mar con lámparas de esparto y cuadros de chumberas. El pueblo está en obras, se nota que se andan preparando para el verano. Hace mucho menos aire que en San José. Un gato se estira sin ningún pudor a la puerta de una tienda de recuerdos. Me llevo el Eco del Parque de la pasada primavera, la revista que edita periódicamente la asociación de amigos del parque natural (descubro que también es posible consultarla en Internet). Un hombre vende colgantes de piedritas de la cala de san Pedro con iniciales en plata. Volvemos a San José. A última hora de la tarde repetimos cerveza artesanal en la Abacería; Blanca me regala una bonita bolsa de cuero que encuentra en una tienda en la misma calle (moda, cuero, vestidos y regalos). Caminamos hasta el pequeño puerto marítimo al otro lado del paseo. Encontramos a Javier con su perro de aguas, atiende por Niki y es muy gracioso y juguetón. Cena en El Faro: timbal de verduras, sargo a la brasa y tarta casera de queso, con un blanco frío de Laujar (macabeo de la ribera del Andarax, en la Alpujarra almeriense). Nos atiende Alejandro, un muchacho muy simpático y profesional. No acabo de distinguir los pargos de los sargos. Alejandro nos explica que el sargo (Diplodus sargus) es un pescado de roca de color plata que se alimenta de lo que va encontrando en los fondos marinos, en cambio el pargo (Pagrus pagrus) es un tipo de besugo de coloración más rosada y carne más seca, que también se conoce como urta o bocinegro. Saludamos a Darly, la jefa, dice que se acuerda de nosotros y nos da muchos recuerdos para Marisa. Nos acercamos al Pirata Maimono por cerrar la noche. Gente por todos los sitios. La cena me ha dado sed, me tomo un par de cervezas. El paseo de vuelta al hotel, con la tranquilidad de la noche, resulta especialmente agradable. Corre el aire perfumado por el aroma de la flor del jazmín.

miércoles, 5 de julio de 2017

La playa de Genoveses


Después de desayunar y comprar el periódico, paseamos hasta Genoveses, una de las playas más hermosas de todo el entorno. Genoveses es de las pocas playas con sombra junto con la preciosa cala de los Toros, agazapada en un bosquecito de pinos y palmeras (también conocida como cala del Barranco Negro). En cualquier caso siempre se puede encontrar algún hueco protegido entre los paredones de roca cuando pega mucho el sol. El tiempo discurre sin prisa, entretenidos sin ninguna ocupación especial. Luce el sol, la mañana es agradable. Los coches se atascan a la entrada del parque esperando su turno de entrada. Fotografío el molino contra el cielo azul, los pitacos y la rambla. Las ruinas de los cortijos se deshacen como castillos de arena. La playa está tranquila, corre una suave brisa que riza la superficie del agua. Azul contra azul. Un velero se balancea en medio de la ensenada. Algunas fotos mientras me resguardo del sol implacable bajo la sombra de los eucaliptos. Leo, descanso, miro el mar hasta perderme en su distancia infinita y azul. El calor es sofocante, el agua está caliente pero no hay mucha gente y el descanso en la playa resulta reparador. Una tropilla de peces pequeños se acercan a saludar. Sigo la línea de la costa con la vista, imagino los contornos quebrados de Cala Amarilla, Cala Príncipe y el Barronal. Una pareja bucea en la zona rocosa a la izquierda de la playa, se conoce que debe haber mucha vida marina pues parecen emocionados. Las piedras emergen cubiertas por el verde de las algas. Un hombre de pelo blanco presume de haber visto un mero de medio metro pero ante las incongruencias que manifiesta me da la impresión de que más bien ha podido soñarlo. Sus dos hijas veinteañeras, guapas y distantes, toman el sol sin prestarle ninguna atención. El hombre se ajusta un viejo sombrero de paja y se sienta en una toalla al sol sin quitarse siquiera la camiseta con la que ha estado buceando. Su mujer tampoco parece hacerle ningún caso. Pienso en una posible ocupación que me permitiera vivir sin trabajar aunque en ese caso nada sería igual. Me propongo caminar con asiduidad, un reto fácilmente asumible. Dejo vagar la imaginación con total libertad, una vida fácil y sencilla cerca del mar. Hace calor así que nos retiramos prudentemente a descansar; el sol de las horas centrales del día es tremendamente dañino y hay que cuidarse. Volvemos caminando por el estrecho sendero que conduce hasta el molino, un buen atajo respecto al camino habitual que discurre por el acantilado al borde del mar. Las sencillas flores de papel, blancas y azules, crecen a ambos lados de la senda entre pitacos y chumberas (se trata de un tipo de limonium endémico de la zona). Calor y moscas. Paramos en la terraza del Pirata Maimono por tomar una cerveza y picar algo; después del vigoroso paseo bajo el sol, llegamos sudorosos y sedientos. Escribo a Juan, a Jareck y a Ruth, hoy en día con el Internet se llega a todas partes. A última hora nos acercamos a comprar provisiones de primera necesidad. Encontramos sal, vino y aceite en una de las tiendecillas del pueblo; Tetas de la Sacristana, un tinto de Laujar (Fondón) en la Alpujarra almeriense, el "jaén blanca" de Cristina Calvache y una botella de Flor de Indalia (coupage blanco con vermentino, macabeo, chardonnay y sauvignon blanc), de la ribera del Andarax. Dicen que el vino de la Sacristana marida muy bien con el arroz con setas, el civet de liebre o el pichón asado, también con las legumbres estofadas y los quesos curados. Habrá que probarlo. Cenamos en la Abacería: cerveza, ahumados y carpaccio de atún rojo; compramos aceitunas rellenas, vino espumoso tipo sangría y vinagre de higo de la Chinata. Sin duda una agradable experiencia. Habrá que volver.