domingo, 23 de julio de 2017

El viejo puente de piedra


Salgo de casa, atravieso el río por el viejo puente de sillares de caliza y saludo a sus solitarios e inmóviles leones. El puente, de origen romano, está iluminado por dieciocho ojos de piedra. Recorro sus múltiples arcos, cegados por innumerables restos de la última riada, y contemplo los tajamares donde el agua rompe con fuerza. A un lado la tranquilidad de la isla con sus alisos, sauces y fresnos, al otro los chopos y los rápidos del río con sus corrientes espumosas donde gustan solazarse los peces. A mano izquierda destaca el cuérnago con su caz que se dirige hacia el antiguo molino de luz, junto a la herrería y el taller. Dicen que el molino pertenecía a la familia de don Mariano, un sabio a pesar de su precoz ceguera infantil; la fábrica de luz producía la energía eléctrica necesaria para el alumbrado, siendo capaz de surtir de electricidad incluso a los vecinos de Villandrando y a la cercana Dehesa de Cordovilla. La única construcción que destacaba al otro lado de la actual carretera era el hoy arruinado matadero, claro, la carretera principal pasaba por medio del pueblo y entre las últimas casas y el río no había otra cosa que campos de labor. Al otro lado del puente se extiende el monte con las bodegas a sus pies. Desde el pueblo se adivinan los tejados del Sanatorio medio ocultos por la vegetación. Algunos de los presos obligados a trabajar en su construcción, posteriormente trabajadores del Sanatorio, se acabaron casando con chicas del pueblo y formaron familias con renovada sangre aportada por la nueva juventud instalada a la fuerza lejos de su tierra. Dicen que hubo fusilamientos al pie del monte Ramírez. Imposible escapar al destino. Frente a la alternativa de la muerte no queda más remedio que resistir, eso es lo que hacía toda esta gente. Resistir y sobrevivir como mejor podían. Me dirijo al barrio de las bodegas; continúo por el camino de la Peñuela y atajo por la senda que atraviesa el bosquecito de encinas para salir directamente a las casas de la Colonia (yo soy de los que siguiendo diciendo la Colonia), justo en la curva de la carretera que sube al páramo de Valbuena (el Valle Bueno que señalan los mapas antiguos). A la derecha el talud de los abejarucos, de frente los restos de la antigua cantina del señor Serrucho y el camino de tierra que se dirige a las ruinas. Los guardias pasan despacio a bordo de su coche patrulla, suelen recorrer la zona con frecuencia. Nos saludamos con un gesto, aquí nos conocemos todos. Parece que se dirigen a las Casas de Polanco, en lo alto del páramo. Me cruzo con un abuelo que sube la cuesta apoyado en su vieja bicicleta. Ni cambios ni aluminio, puro hierro del de toda la vida. El hombre no me suena de nada, creo que nunca antes nos hemos visto, suelo ser buen fisonomista y no es fácil que se me olvide una cara conocida. Me cuenta que es de Valbuena, que le gusta hacer deporte y que ha bajado muy bien (a pesar de los baches, el mal asfalto y la ausencia de arcenes) pero ahora que el camino se vuelve a poner cuesta arriba, ha tenido que apearse y continuar empujando la bici. Me explica que siempre le gustó montar en bicicleta y que, a pesar de la edad, aun conserva buena agilidad y reflejos. Doy fe, parece que se mantiene en muy buena forma. En realidad la de Valbuena es mi mujer, puntualiza muy ufano, él es de un pueblo muy pequeño de Extremadura pero viven en Bilbao desde hace más de cincuenta años. Ya sabe usted, en aquel tiempo había que buscar trabajo donde fuera para escapar del hambre y la miseria. Difíciles años de posguerra donde todo escaseaba y había que trabajar duro por sacar un jornal con que alimentar a la familia. Las hijas, vascas casadas con otros vascos de Castilla, Extremadura y Andalucía, hace ya tiempo que viven la vida por su cuenta.

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