viernes, 30 de junio de 2017

Una semana en San José


Unos días en el Cabo de las Ágatas, un paraíso junto al mar, por desconectar de la rutina diaria. En el solsticio de verano los días son largos y luminosos, uno de los escasos sucesos mágicos que ocurren a lo largo del año, sin duda un acontecimiento atávico y ancestral. Allí, al borde del mar, soy capaz de detener el tiempo y pararme a pensar, me encuentro conmigo mismo, un ejercicio mental que resulta muy útil practicar de vez en cuando. Hace ya cerca de un año de nuestra última visita y sin duda se echa de menos (quizá influya en ello la existencia de mis genes mediterráneos). Salimos temprano desde casa; parada técnica en Albacete por visitar el Pasaje de Lodares y comprar alguna navaja curiosa. Esta vez me decido por una navaja de bolsillo con las cachas de avellano del famoso fabricante Miguel Nieto (con hoja de acero AN58); el vendedor me desaconseja la de encina o la de olivo por ser una madera más blanda, aunque yo siempre había pensado en la superior dureza del olivo. Se conoce que tenía en mente venderme la de avellano, que en cualquier caso resulta muy hermosa además de práctica y funcional. Desayunamos en el Antiguo Casino (café y tostada de tomate), como tenemos costumbre. En el escaparate de Simón, en Tesifonte Gallego, descubro una navajita de olivo, en este caso una Jocker en acero 440, de calidad superior. Poco antes de llegar a nuestro destino repostamos en la estación de servicio de la Venta del Pobre, justo a la entrada del parque sobrenatural. Se nota el olor a sal por la cercana presencia del mar. En la playa hace calor, hay gente por todas partes, las terrazas y los bares están bien concurridos. Nos reciben los salmonetes, los chopitos y las cervezas en la terraza de El Emigrante. Descansamos un rato en la piscina del hotel; el día está siendo muy caluroso así que me subo a la habitación y enciendo el aire acondicionado. Blanca tiene ganas de playa pero a mí la tarde se me hace muy larga y prefiero entretenerme con mis escritos y mis lecturas. Releo el relato sobre la Estrella del Pastor, un conjunto de vivencias y sensaciones escritas hace unos años, ilustrado por el ojo de mi cámara. El tiempo pasa sin apenas darnos cuenta, los años no perdonan. Esta noche reservamos en La Gallineta (Scorpaena scrofa), por celebrar la noche de san Juan haciendo algo diferente. Un sitio selecto que nunca defrauda. Una chica muy simpática nos explica que cuidan su propia huerta donde crece el cebollino y otras hierbas. Ensalada verde con huevo poché, pipas de girasol y virutas de jamón, lomos de sardina ahumada y crujiente de pescado estilo Estambul con una botella de Flor de Indalia, un blanco muy frío de la ribera del Andarax. Sigue haciendo calor, nos atacan las moscas a pesar de intentar espantarlas con un ventilador. Están muy pesadas, quizá sea su hora, la caída de la tarde es el peor momento del día (no nos dejarán tranquilos hasta que no entre definitivamente la noche). Finalizamos la cena con un sorbete artesanal de hierbaluisa, la hierba que huele a limón. El paseo está muy animado. Conocemos a Enrico, un italiano que vende fósiles y piedras semipreciosas en un puesto frente al mar. Compramos un llavero de ágata y otro de ojo de tigre. Las piedras preciosas conservan en su interior toda la fuerza de la naturaleza. Enrico nos dice que es amigo de Manuma, el fotógrafo, que también vende piedras en el aparcamiento frente al faro del Cabo y el arrecife de las Sirenas. Al lado una chavala expone diferentes extractos de aloe puro, el gel que habitualmente suelo usar para el cuidado de la piel. La textura y el olor son agradables así que me llevo el envase de un litro, mucho más económico en proporción que las presentaciones más pequeñas. Ni rastro de Manuma en esta ocasión.

viernes, 23 de junio de 2017

El ventano de Antequera


He comprado un ventanuco viejo en Cabra, Córdoba, en una de esas tiendas virtuales que pululan por Internet. Los habitantes de Cabra se llaman egabrenses, una de las habituales preguntas que me planteaba Clemente cada fin de semana, junto con el nombre de los habitantes de Madagascar o el cotidiano repaso de las diferentes capitales europeas (antes de la disolución de la federación rusa las capitales europeas eran muchas menos pues en el territorio ruso no había que memorizar nada más que Moscú). Una tienda virtual en el gigantesco mercado global donde me ofrecen una ventana tan real y verdadera como la vida misma. Por las fotos ya tiene unos pocos años y una larga vida recorrida. El contacto con el vendedor es sencillo e intuitivo a pesar de que nuestra edad nos impida la agilidad de los auténticos nativos digitales. Después de algunos tanteos ajustamos un precio razonable que satisface a ambas partes (lo importante es quedarte con la sensación de que no te engañan y de que pagas lo que el producto se merece). “Magnífica compra y a muy buen precio”, señala el vendedor en su mensaje de confirmación (yo pienso que habrá que esperar para comprobarlo, el problema de Internet es que compras sin tocar el producto y a veces puedes llevarte desagradables sorpresas). En cualquier caso me da la impresión de que se trata de una buena compra. Poco más de cinco euros por el transporte a través de mensajería exprés. El vendedor puntualiza que la ventana es del siglo XIX, cualquiera sabe, quizá una coletilla por intentar atraer mayor interés. Enseguida recibo el pedido, embalado y protegido como si fuera una momia egipcia. Mauricio lo recoge esta misma mañana. Me doy cuenta de que la ventana está más deteriorada de lo que yo pensaba, la madera está muy vieja, cuarteada y reseca tanto por los años de vida como por la falta de mantenimiento periódico (la madera bien cuidada es eterna pero una vez abandonada, se deteriora rápidamente). La reja está oxidada pero resulta muy curiosa, en realidad no son más que tres hierros de forja de apenas cincuenta centímetros que se entrecruzan definiendo seis perfectos rectángulos regulares; uno de los hierros, el horizontal, tiene dos orificios por donde entran los dos hierros verticales. El ventanuco, por lo visto, procede de Antequera, a unos 65 kilómetros de Cabra. Aparte del marco de madera con su reja de forja, también conserva el viejo cuartillo que servía para cerrar la ventana. Las bisagras son modernas, el hierro está completamente oxidado y la madera tiene restos de pintura que se desprende en capas nada más tocarla. Mucho trabajo por delante. Habrá que limpiar bien todo el conjunto, decapar y quitar la pintura muerta, sanear y tratar la madera con productos especiales para combatir carcomas y polillas. Lo peor es la mala conservación de la madera, sometida durante años a la más cruda intemperie sin ningún tipo de protección. Pacopús, que entiende un montón de antigüedades, me dice que va a ser difícil recuperarla (de todas maneras yo tengo mucha fe en su buen hacer). Es cierto que en estos momentos da la impresión de una ventana de cartón piedra; sin duda el aceite o la grasa ayudarán a intentar darle una nueva la vida. Tras la limpieza y restauración, tengo intención de tratarla con una mezcla de aguarrás y cera virgen, una combinación que nutre su in1terior y realza los mejores brillos proporcionando protección contra los elementos atmosféricos. La idea sería colgarla en la pared de la caseta que da a la zona de la pérgola, al otro lado de la casa-nido de corcho que puse para los pájaros. Un trompe-l’oeil o trampantojo en primera persona (ilusión óptica que hace creer ver algo distinto de lo que en realidad se aprecia). Iremos viendo.

viernes, 16 de junio de 2017

Mi segunda oportunidad


Han transcurrido ya más de cuatro semanas desde mi absurda caída de un taburete y de mi golpetazo en la cabeza; afortunadamente un incidente sin consecuencias aunque, de haberse complicado, el resultado podría haber sido fatal. Sigo sin recordar absolutamente nada ni de la caída ni de las dos horas posteriores; la contusión ha desaparecido, la cefalea y el aturdimiento pasaron y el TAC cerebral resultó normal. Pensándolo fríamente, podría haberme matado. Ahora lo que tengo que hacer es aprovechar el tiempo, disfrutar de la vida e intentar ser feliz, algo que depende exclusivamente de mi. Es el momento de poner al día mi innumerable lista de deseos: viajar y escribir, caminar por la montaña, hacer fotos, leer, cuidar el jardín, mantener el blog, montar en bici, cocinar, pasear por el campo, hacer deporte, estudiar inglés, tocar la guitarra. Montones de cosas sencillas que me hacen disfrutar y para las que necesito mucho tiempo y poco dinero. El secreto consiste en disminuir las necesidades y vivir con menos para poder dedicarnos en conciencia a todo aquello que nos hace felices. Cobran especial importancia pequeños placeres hasta ahora inadvertidos, una copa de vino, una hermosa puesta de sol, un paseo por el bosque. Siempre hay posibles alternativas. Pienso en Gary, un amigo jubilado que se dedica a pintar y a viajar por el mundo; también pienso en Pepe y sus diferentes “caminos”, una obsesión, una manera elegante de escapar a la rutina diaria. Simplemente disfrutar y vivir. Yo también aspiro a vivir de las cosas que me gustan y a las que estos amigos dedican su tiempo y sus esfuerzos de manera habitual. Sin embargo, me doy cuenta de que voy dejando pasar el tiempo sin modificar nada en absoluto. La vida es demasiado corta, cuando quieres darte cuenta la mayor parte del tiempo se ha consumido y ya no queda nada más. Es como cuando alguien se muere y desaparece para siempre, no hay vuelta atrás. Esto tiene que cambiar, quizá se trate de una quimera, una entelequia, pero lo cierto es que no puedo seguir así. El cambio ha de ser ahora, no puedo esperar mucho más pues el tiempo discurre de manera inexorable. “Tempus fugit” recordaba Clemente a la menor oportunidad que se le presentaba. Diez años, dos años, incluso un año se me hace un futuro muy lejano. La única vía consiste en fijar un objetivo, marcar los pasos y seguir avanzando. Me doy cuenta de que la vida me ha dado una segunda oportunidad y tengo que aprovecharla, es un tren que no puedo dejar escapar. Me viene a la cabeza la historia de Scott, un joven emprendedor que una vez que consigue vivir de sus sueños, toma un año sabático y fallece de manera accidental subiendo al Kilimanjaro con su mujer. No sé si es mala suerte o si el destino cruel castiga con dureza a quienes intentan escapar de una vida ordenada y convencional. Scott, al menos, intentó vivir sus sueños en primera persona. Pienso que cada persona tiene un don, un súper-poder que le convierte en alguien especial. Todos somos personas especiales. Lo importante es encontrar tu lugar en el mundo, hacer lo que te gusta y ser capaz de transmitir emociones. La emoción es la palanca del cambio, algo que ayuda a conseguir todo aquello que uno se propone (siempre dentro de un orden). Ese es el secreto, transmitir emociones. Llegados a este punto, decido cambiar mi vida. Tengo claro que soy el único dueño de mi destino. Las ideas más locas bullen en el interior de mi cabeza, dudo entre irme a vivir al campo, dedicarme a viajar o montar una librería virtual en Internet. Es el momento de perder el miedo y hacer caso a nuestras emociones más profundas. Es mundo es de los valientes. Hay que ser capaz de atreverse a intentarlo, está en nuestras manos. No podemos dejar de soñar.

domingo, 11 de junio de 2017

Al mercadillo de los domingos


Hoy sopla el aire con fuerza y el cielo amanece completamente gris. Vuelan las nubes dejando caer chaparrones ocasionales con una periodicidad difícil de adivinar. Me levanto temprano y me acerco al mercadillo con los amigos, Evelio y Pacopús, más que nada por dar una vuelta y estirar las piernas. Irenio anda ocupado, trabaja en la huerta justo a la salida del pueblo, se conoce que está preparando el terreno para los pimientos. Parece un milagro pero su nogal es de los pocos que han resistido las heladas tardías que han arrasado toda la comarca. Apenas veinte minutos de viaje. Damos una vuelta por la plaza, compramos el periódico (que hoy viene con un librito de Chema Madoz, un verdadero poeta visual) y tomamos café con churros. Evelio, que acaba de sufrir un infarto, pide un zumo de naranja natural. Paco me cuenta que ayer cenó un revuelto de setas y una de sus codornices escabechadas, lástima no haber coincidido. Paseamos por el mercadillo y charlamos con los gitanos, ocupados en montar los puestos. Me llevo una argolla de las que había antes a la puerta de las casas para atar los burros y las caballerías. Me piden tres euros, no me parece mal. Tengo intención de colocarla a la puerta de la Caseta. Paco se lleva una badila y algunas chapas para sus relojes. Saludo a Julián, es un artista, cada vez trae menos libros y más trastos, hoy viene con un montón de videos y discos antiguos. La mesa, coja e inestable, no parece que vaya a aguantar todo lo que va echando encima. Un par de libros bajo una de las patas ayuda a estabilizar el conjunto. Me fijo en un serrucho pequeño con el mango de madera, intentando que no se me note mucho interés. Parece antiguo. ¿Cuánto pides por el serrucho? Estoy pidiendo veinte euros pero a ti te lo doy por quince. Ofrezco diez pero el paisano no parece tener ninguna intención de rebajar el precio; a mí me parece un poco caro así que lo dejo estar. Jose tiene algunas llaves viejas pero las vende muy caras. Las mejores son las huecas, me dice Paco, que entiende de todo. La mujer de Jose lleva un puesto libros viejos; un muchacho más joven ha traído un par de bicicletas, son bonitas pero no valen más que para decoración. Me entero que uno de los gitanos, un hombre muy tranquilo que habla bajito y pausado, es pastor evangélico de la comunidad. Sin duda el más alto y elegante de todos. Vuelve a llover, nos resguardamos bajo los soportales. Evelio se interesa por todo, hace tiempo que no viene y se le nota excitado. Al final se lleva una romana con su pilón, una aldaba de hierro con la Mano de Fátima y un par de carburos de los que antiguamente se usaban en las minas. Encuentro un pequeño martillo muy curioso, curvo y picudo, que no se bien para qué podía servir; Paco dice que sería para picar las paredes en las bodegas. Está oxidado y parece muy antiguo. Después de pasar una agradable mañana nos volvemos a casa. Subimos por la carretera del páramo, un itinerario más entretenido pero mucho más hermoso; la luz es increíble, las encinas destacan entre campos de amapolas y un cielo recién lavado por las nubes primaverales. Al volver a Villa Odoth, Feliciano sanea su campo donde la hierba crece sin medida (Feliciano es un hombre muy trabajador que no respeta ni las fiestas de guardar). Cuando dejas de cuidar los árboles, se acaban asilvestrando y se pierden de manera irremediable, comenta con mucho conocimiento. Sigue chaparreando. Feliciano tenía idea de ir preparando la huerta pero con la que está cayendo tendrá que dejarlo para otro día. En misa hoy hay cuatro gatos. La señora Alejandra anda con mareos y se ha quedado en casa. Al acabar la misa nos acercamos al bar, bastante más concurrido que la iglesia. La vida sigue. Calmo la sed con una cerveza y disfruto de un verdejo fresquito que me aclara la garganta.

martes, 6 de junio de 2017

De Milagros a Villa Odoth


Retomo el Diario del Absurdo tras un año de abandono por diversas circunstancias. Volvemos a Villa Odoth por pasar el fin de semana desconectados del mundo. Cuando las tripas comienzan a protestar, paramos en Milagros y comemos unos huevos fritos con morcilla, el plato estrella de la casa con permiso de las chuletillas y el cordero asado (“El lagar de Milagros” es un sitio precioso donde merece la pena detenerse un rato, sentarse y contemplar despacio todos los trastos antiguos que decoran el local mientras esperas la comida). Coincidimos con un motorista que aparca a nuestro lado y se sienta en la mesa contigua. La Harley que lleva es una preciosidad. Una vez acomodado, pide una Mica, una cerveza artesanal tostada que hacen en la zona. El motorista lleva una camiseta negra de la Bripac, se conoce que debe ser paracaidista. Con la parada el viaje se hace mucho más corto y bastante más divertido. Nada más salir del restaurante se pone a llover de manera desaforada (yo pienso en el motorista, que tendrá que quedarse un rato hasta que escampe). Hay mucha agua en la carretera, las cunetas se llenan de lodo y el verde de las hojas de las viñas destacan contra el gris plomizo del cielo. Subimos por la Ribera del Duero (Anta, Ventosilla, Pagos del Rey), Villafruela y Royuela de Río Franco, hasta alcanzar el molino de Escuderos a través de una carretera solitaria y preciosa donde descubrimos el bosque de Retortillo y sus viejas encinas retorcidas. No tenemos ninguna prisa así que llegamos a casa a media tarde. Sol y nubes, está todo muy mojado, se conoce que por aquí también ha llovido con ganas. La casa del Coyote crece de día en día. Vailima es mi casa en Villa Odoth. La temperatura es buena pero estamos avisados sobre las tormentas de estos próximos días. A mí eso me da igual con tal de estar en casa haciendo lo que me gusta. Creo que si tuviera tiempo montaría una pequeña huerta pero en mis condiciones actuales es algo que resulta imposible de todo punto. Paseo por el jardín saludando a mis árboles, los ciruelos han mejorado mucho con los tratamientos (insecticida y abono foliar, que por lo visto es muy bueno para los olivos) y las hojas nuevas crecen sanas y lustrosas. La hierba ha crecido sin medida a lo largo de estas dos semanas pero con las últimas lluvias resulta imposible pasar la máquina cortacésped; también han crecido los cerezos y las parras, las encinas se han llenado de hojas nuevas y las higueras se van recuperando de los estragos de la helada, se conoce que tienen mucha fuerza interior. Me entretengo un rato haciendo cosas divertidas sin mayor trascendencia, es cierto que las emociones se contagian, imagino algo mejor, el cambio reside en mi propio interior. Insisto con el inglés y con la guitarra, cada vez sale más fácil, es cuestión de practicar de vez en cuando para que los dedos recobren la agilidad perdida. Hago una lista de las cosas agradables con las que llenar mi vida, una ilusión que me ayuda a centrar las ideas. Preparo una ensalada con hojas frescas de espinacas y mejillones en escabeche, corto queso y embutido, preparo unas cervezas. Se va haciendo de noche, los murciélagos salen a patrullar mientras los mirlos aún canturrean por el jardín. Todos los pájaros negros de Villa Odoth son tordos salvo los cuervos, de un porte bastante mayor. Aviones y golondrinas compiten en acrobacias aéreas, los abejarucos vuelan muy alto y apenas se distinguen salvo sus grititos característicos. Hace tiempo que no veo a la lechuza que se escondía en la encina grande; imagino que una vez descubierta, se habrá buscado un lugar más discreto para descansar. Poco a poco van apareciendo las estrellas que iluminan el jardín. Se hace tarde y enseguida me voy a acostar, el día ha sido muy largo.

jueves, 1 de junio de 2017

Paseando por Villa Odoth


Cae la tarde, el sol va perdiendo fuerza tras un día luminoso y brillante. Avanza inexorable la primavera. El campo se encuentra en su mejor momento, toda la fuerza y la intensidad de la naturaleza se manifiesta en este preciso instante. Vegas y páramos. La magia de la floración de la encina, un árbol tan sobrio como discreto, constituye la verdadera esencia de esta tierra recia y sufrida. Indefectiblemente me viene a la memoria el magnífico librito de Muñoz Rojas titulado "Cosas del campo". Me acerco a las ruinas del Sanatorio, al otro lado de la carretera general (La Colonia que dicen los más jóvenes, el Sanatorio que señalan los veteranos). El antiguo Sanatorio Antituberculoso constituye un conjunto de edificios arruinados, situado en la ladera del monte de encinas que nos protege de los aires del norte. Muchos militares reposan en el pequeño cementerio de Villa Odoth; claro, el sanatorio fue construido por presos de guerra y la tuberculosis en aquellos años tenía una mortalidad muy elevada (aún no se habían descubierto los antibióticos y los tratamientos eran bastante poco efectivos). Un sueño la penicilina, ni idea de la isoniacida ni la rifampicina, caballos de batalla en esta desigual lucha del hombre contra la enfermedad.