domingo, 29 de noviembre de 2015

De Madrid al Cerrato (y V)



Cierto que los molinos no son muy estéticos pero es la única manera de sacar provecho a una tierra yerma y desolada donde el trigo es una lotería y las ovejas no son capaces de encontrar ni consuelo ni alimento. Algún rebaño, muy escaso, se ve de vez en cuando pero no es lo normal. Majuelos y huertas en torno a las poblaciones, piedras, molinos y campos de cereal en las zonas menos agrestes. Por las noches, las luces rojas, marcan el territorio como si se tratara de un aeropuerto rural del que nunca despegaron los aviones. Todo un espectáculo al pie de la acacia espinosa de la bodega de Palenzuela. Nada que ver con los neones y las luces rojas de nombres exóticos que alumbran el borde de autovías y carreteras principales. Aquí lo único que brilla es el silencio y la soledad. Si los molinos tuvieran velas, navegarían hasta la Tierra de Campos, incluso hasta Portugal, desbrozando las cañadas que atravesaban la meseta. Los molinos siempre tuvieron un espíritu conquistador. Desaparecidas tanto las cañadas reales como las menos reales por falta de uso, realmente son tres los caminos naturales que nos quedan en el Cerrato: el camino terrestre que discurre siguiendo el trazado de este a oeste del camino de Santiago con su continuo transitar de peregrinos de distintas razas y religiones; el camino fluvial que atraviesa la comarca de norte a sur tras la estela de las aguas del canal de Castilla y finalmente el camino aéreo que vigila desde cielo según el trazado de la Vía Láctea, ese camino de puntitos que ilumina la negrura de las noches veraniegas. Frómista es en realidad un cruce de caminos de cuya interacción surgieron las ventas y las iglesias, una mezcla explosiva entre el fervor religioso y la quimera de acercar el mar a la Castilla más profunda. Una idea comprometida que se acabó diluyendo en la nada al chocar con la infranqueable barrera de la cordillera Cantábrica. Queso y aguardiente en la venta Boffard, parada obligada de peregrinos y veraneantes. Coincido con Venancio y charlamos un rato. Hace tiempo que no nos veíamos. Parece ser que el queso Boffard es proveedor de la Casa Real, según nos explica la chica de la barra. Me fijo en la colección de prensas de queso expuestas en el bar. Cada vez que aparezco por Frómista me acerco a visitar la iglesia de San Martín, camino un rato bajo los capiteles y escucho el silencio milenario de sus piedras (una visita de cortesía que no se puede obviar, como cuando me acerco a Palencia y saludo al Cristo de la Buena Muerte en el convento de las Claras). Por la tarde me acerco a dar una vuelta por el taller. Simón me enseña orgulloso el majuelo ya crecido y la huerta junto al río. Los cerezos se han puesto tan enormes que es difícil hacerse con ellos. A la caída de la tarde no es difícil ver cómo los corzos bajan a beber una vez se oculta el sol. Definitivamente siempre he preferido la magia de la poesía frente a la solidez de los números…

jueves, 26 de noviembre de 2015

De Madrid al Cerrato (IV)



Hace tiempo que no coincido con Valeriano. Territorio mítico del Cerrato entre la Confluencia y el puente de los Franceses, justo el tramo en que se unen Arlanza y Arlanzón hasta su fusión en el Pisuerga pocos kilómetros antes de llegar a Torquemada. La casa se nota deshabitada así que, sin mayor dilación, preparo el fuego con leña de encina para caldear el ambiente. El río divide el territorio en dos parcelas; la del norte centrada en Valbuena llega hasta el caserío de San Cebrián de Buena Madre, la del sur en torno a Herrera y Villahán alcanza Valdecañas y Tabanera. Pistas, vallejos y páramos a ambos lados de la vega del río, tierra de corzos y jabalíes. Hace días que no veo las garzas; normalmente residen en la isla bajo el puente de los mil ojos y se las echa en falta. Ángel me pasa dos mapas del ejército al uno-veinticinco mil donde aparecen las trochas y caminos que recorro habitualmente. Estos son mis dominios, el territorio del norte y el territorio del sur, territorios que patrullo libremente sin gastos ni impuestos porque disfruto del usufructo de los caminos públicos. El silo-faro de Castilla alumbra el recorrido y centra el territorio pues resulta visible desde todo el entorno. Paco y Joaquín están completamente de acuerdo con mi concepto de silo-faro. En realidad me estoy refiriendo a un tramo muy concreto de un mapa virtual montado sobre el esqueleto fluvial del Arlanza y de sus espinas de pescado: el arrollo Castillejo y el arroyo del Prado por un lado, el vallecito de san Vicente por el otro. Geografía y territorio. Una vez que te organizas el mapa en la cabeza, puedes recorrerlo de mil maneras sin otro límite que la imaginación y la fatiga de las piernas. Y cuando éstas fallan, puedes seguir en casa, en tu sillón favorito, por los caminos de la memora visual y de la imaginación.

En los altos a cada lado del río, los molinos transforman el páramo en campos eléctricos a cielo abierto, bastante más limpios que cualquier otro tipo de energía. Difícil de entender el hecho de que funcionen correctamente y produzcan la energía tan útil y necesaria para la vida diaria; yo solo recuerdo que la energía ni se crea ni se destruye pero de crío me costaba trabajo diferenciar entre la energía cinética y la energía potencial. Miraba asombrado la dinamo de la bici y seguía sin comprender nada. Para mí era inexplicable la existencia de los dos tipos de energía, una brava y salvaje, la otra más comedida y prudente. ¿Por qué lucía la bombilla de la dinamo al rodar su sencillo mecanismo sobre la rueda de la bicicleta? ¿Por qué la enorme energía que tenía el agua a una determinada altura desaparecía cuando volvía a correr libre a su nivel? La energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma nos decían en la escuela. La energía es el producto de la masa por la velocidad de la luz al cuadrado me explicaron mucho después. Yo seguía pensando en ello sin encontrar la solución; ¿qué tendrá que ver entonces todo esto con la luz de mi dinamo? Aquellos sí que eran verdaderos misterios de la naturaleza. Ahora ya soy capaz de entender que la energía cinética reside en el movimiento de las aspas de estos ingenios mientras que la potencial se acumula en su corazón de hierro y latón aunque nunca he comprendido su verdadero mecanismo. También entiendo lo de transformar una en otra pero lo de atraparla en acumuladores entre los dos estadios posibles resulta complicado. Ingenios también eran las harineras y azucareras que surcaban esta tierra desde tiempos inmemoriales y los molinos junto a los ríos que empleaban la energía del agua libre en mover las ruedas que trituraban el grano o que fabricaban luz como los magos te transforman en conejo si les llevas la contraria. Un euro cada vuelta, me decía un paisano ante las ruinas del molino fluvial de Astudillo, señalando hacia las torres en movimiento en lo alto del páramo. El Pisuerga en Astudillo y Cordovilla es ya todo un señor río, nada que ver con el diminuto hilo de plata que surge en Fuente Coble, en lo alto de la montaña palentina. “Mucho me parece”, comentaba yo en tono escéptico con el hombrecillo, pero mejor no discutir para evitar la media hora de charla inútil con la que supongo trataría de convencerme de sus teorías. “Qué sí, mire usted, que tengo un primo ingeniero que trabaja en Madrid y sabe mucho de todo esto”. El progreso avanza imparable transformando el entorno cada día. Las fábricas de luz que abundaban a la orilla de los ríos han sido sustituidas por los campos de torres aladas en continuo movimiento, estructuras metálicas que proliferan en los páramos como los insensibles gigantes imaginados por don Quijote. Cada torre paga religiosamente su alquiler al propietario del terreno, mucho más productivo de esta manera que cualquier otro tipo de cultivo. A mí me gusta llamarles “eoliennes”, enormes aerogeneradores en honor al dios Eolo que los hace funcionar, como me explicaba mi amiga Cathy cuando empezaron a construirlos por todas partes. Fábricas de luz e hilos de la luz, imposible encontrar un nombre más poético para ingenios e ingenieros tan acostumbrados a engranajes y fórmulas matemáticas. No creo que tenga mucho sentido cambiar la poesía del agua por la teoría de los números.

lunes, 23 de noviembre de 2015

De Madrid al Cerrato (III)



Al llegar al pueblo nadie me espera. Comienza a chispear. El río viene crecido, Arlanza y Arlanzón unen sus fuerzas aguas arriba a menos de cinco kilómetros, justo donde construyen el nuevo viaducto de hormigón para el paso del Ave junto al puente de los Franceses. Me vienen sonando las tripas, no he tomado nada desde esta mañana, así que paro en el bar del Pico a comer algo. Suerte que es jueves. Las campanas tocan a muerto. Hace tiempo Paco me explicó la diferencia entre el toque que señala al difunto como varón o mujer, pero no consigo acordarme. Me encuentro con Nico y Germán nos sienta juntos frente a un cocido tradicional: sopa, garbanzos y berza con tocino, carne de pollo y de vaca. Por lo visto murió Fernando, andaba bastante fastidiado aunque solo tenía 57 años. Tengo hambre y como con apetito. Pienso en las truchas de Don Camilo. Tomamos vino con gaseosa. No hay mucha gente en el comedor. En tiempos del difunto Benito dicen que el bar estaba lleno y que de vez en cuando aparecía el escritor Miguel Delibes, uno de sus más ilustres parroquianos, tras sus interminables jornadas de caza. De postre un flan y un café. La tele funciona sin sentido pues nadie le hace ningún caso. Después de comer Nico me enseña su preciosa casa de piedra y madera en la que ha trabajado sin descanso a lo largo de estos tres últimos años. Era una ruina cuando se la compró a Julianín (de la familia de los Tarabillas) por cuatro perras. En algún momento Pacopús me contó que allí hubo un bar hace muchos años; en el piso de arriba jugaban a las cartas e incluso hacían baile cuando se terciaba. Nico, después de acabar fachadas y tejados, ha reformado la escalera, ha transformado la cuadra en una acogedora sala de estar y ha sacado todas las vigas de madera… Está quedando muy bien pero aún tiene faena. Nico tiene mucha suerte, Elena trabaja como el que más y le ayuda con una fuerza y unas ganas envidiables. Me sigue explicando que ahora quiere construir un porche en el patio, resguardado de inoportunas miradas, y que tiene pendiente cambiar la puerta principal con la ayuda de un carpintero profesional. Elena ha plantado un limonero en el patio pero no creo que tenga mucho éxito pues el clima es muy riguroso en estas tierras. El día sigue triste pero a mí eso me da igual. Nico me acerca a casa en su coche; atravesamos el pueblo. Sigue chispeando. Aprovecho por enseñarle el jardín de Vailima donde los árboles ya van cogiendo forma, y la casa y la Caseta donde preparamos las comidas y cenas con las brasas de los sarmientos del Negredo. Las parras engordan progresivamente, se ve que tienen mucha vida. Los troncos de las parras son como brazos humanos que se fortalecen con el tiempo y la energía de la tierra. El sol se encarga en su momento de hacer madurar el fruto en su justa medida. Pequeñas maravillas de la naturaleza. Enfrente de casa asoma la torreta oxidada del silo y las colinas del Negredo donde destacan las siluetas de las encinas centenarias.

sábado, 21 de noviembre de 2015

De Madrid al Cerrato (II)



Encuentro un día fresco y un cielo cubierto de nubes grises pero no hace frío. Camino hasta el otro lado de los jardines donde se encuentra la estación de autobuses y pregunto por el andén del autobús al pueblo. La señorita de la ventanilla es un poco arisca y me hace dirigirme al mostrador de información donde un joven con un mono pardo y gafas de pasta coloca unos paquetes y atiende a una persona que pregunta sobre precios e itinerarios a la costa cántabra. Este último no parece enterarse mucho y el empleado repite los precios varias veces con mucha paciencia y cierta parsimonia. Al final acaba apuntándoselo en una hoja de papel. Yo me voy consumiendo poco a poco, se ve que tenemos distintas velocidades y todavía no me he acostumbrado al nuevo ritmo que impera en provincias; resoplo un par de veces e intento sosegarme. Mientras sigo esperando, pienso para mis adentros que a la mujer antipática, que parece un poco áspera y debe estar enfadada con el mundo, no le habría costado nada indicarme la ventanilla correspondiente. Hay que tener un cuidado exquisito al elegir las personas más idóneas para un trabajo en contacto con el público. Al llegar mi turno, el empleado me informa muy solemne de que no hay más que dos viajes a Vailima, a las ocho y a las trece. He tenido suerte, me viene al pelo el horario pues puedo coger el bus de las trece horas y en poco menos de tres cuartos de hora estoy en casa. Menos mal que no se me ocurrió dar una vuelta hasta el “Alaska” como venía planeando en el tren, habría perdido el bus y habría tenido que coger un taxi porque no hay ningún otro medio de transporte público hasta el día siguiente (una lástima que los trenes pasen de largo por su preciosa estación). En el bus, que es muy pequeño, no vamos más que tres personas y el conductor, un hombre calvo y serio de mediana edad. Es un microbús amarillo huevo de la empresa Abel, como los que emplean para llevar a los chiguitos a la escuela. Tres euros, cuarenta minutos, ciertamente un negocio deficitario probablemente subvencionado por la Junta o por la Diputación pues en caso contrario sería imposible prestar el servicio con un mínimo de dignidad. El bus sale puntual. En la parada de la Fábrica de Armas, junto a “La casa del bacalao”, sube una cuarta pasajera que ya lleva su ticket pues debió viajar esta mañana y ahora vuelve a casa. De hecho saluda con gesto familiar tanto al conductor como al resto de viajeros. Me mira con cierta intriga, como intentando adivinar quién soy. Sigo pensando en “La casa del bacalao”, el pescado de Castilla. Que se lo pregunten a Paco, todo un experto en su preparación. La mayoría de viajeros hacen el trayecto de retorno, de ahí la sorpresa del conductor (y del resto del pasaje) ante mi inusitada presencia. Magaz, Torquemada, Vailima. Una de las pasajeras se apea en Torquemada, justamente la que subió en la fábrica de armas que es la más joven y la más dicharachera. Me da la impresión de que es rumana pero no podría asegurarlo. Los otros tres bajamos en Vailima. Fin de trayecto. El conductor aparca junto al descampado de “La Vasca” y se dispone a volver en un rato (imagino que de vacío).

jueves, 19 de noviembre de 2015

De Madrid al Cerrato (I)



De Madrid al Cerrato y tiro porque me toca. De Madrid ¿a dónde?, ¿Al Cerrato? ¿Y qué es el Cerrato?, me preguntan con frecuencia en la capital. Yo suelo contestar que el Cerrato es el territorio mítico donde se confunden mis sueños con mis realidades (Santa María, Región, Yoknapatawpha, Comala, Macondo, Mágina, Vailima). En realidad el Cerrato es una pequeña comarca de la meseta castellana donde confluyen tierras de Burgos, Palencia y Valladolid, caracterizadas por elevaciones muy discretas alternando con valles fluviales por donde discurren los ríos. Lo más probable es que la palabra Cerrato provenga de cerro y se refiera de esta manera a una región de páramos y vegas, antesala de la fértil Tierra de Campos que se extiende hacia el oeste. Dicen que la capital del Cerrato se encuentra en Baltanás, que es cabeza de partido, pero la capital de mi Cerrato particular se encuentra en Vailima con unos límites perfectamente definidos por mi imaginación.

Poco más de doscientos kilómetros entre Madrid y mi refugio en Vailima, una tierra reseca de páramos, encinas y amapolas. “Pues no está nada mal”, señala Pacopús. Cierto, nada mal, y le cuento el último chisme aprendido: “la mujer, la miel y el gato, del Cerrato”. Pacopús es un sabio que sabe leer las estaciones y que conoce dónde crece el tomillo silvestre, los endrinos y las setas de cardo. Eso sí, ya se cuida él muy mucho de descubrir sus secretos. El tren es rápido, moderno y limpio, un método de transporte aséptico acorde al siglo XXI. El tren emplea poco más de dos horas entre la estación de Chamartín y la ciudad de Palencia. Nada más salir de la capital el convoy atraviesa el bosque de El Pardo y enseguida se introduce en el túnel de ocho kilómetros bajo el cerro de San Pedro, anticipo de los veintiocho kilómetros bajo la cordillera de granito antes de pasar de largo junto a la ciudad de Segovia. Veintiocho kilómetros de túnel son muchos kilómetros, muchas toneladas de piedra por encima de nuestras cabezas. La boca sur del túnel se introduce en las entrañas de la montaña a la altura de Miraflores de la Sierra. Volvemos a la luz justo al norte de Valsaín, tras atravesar el pétreo corazón de Peñalara, la cumbre más alta de la sierra de Guadarrama con sus 2.428 metros de altitud sobre el nivel del mar. Magia y misterio. Los científicos dicen que se debe al magnetismo del granito, algo que yo creo bien posible. La velocidad impide que nos invada la sensación claustrofóbica que a priori podríamos imaginar. En realidad los veintiocho kilómetros suponen más o menos el recorrido entre dos paradas de metro un poco alejadas entre sí. Imagino el trayecto “La Coma-Pitis”, por ejemplo, con la estación fantasma de la Fuente del Fresno durmiendo en espera de los inquilinos del barrio que comienza a poblarse tras la crisis inmobiliaria de la capital. El tren atraviesa como una bala los campos segovianos antes de llegar a tierras vallisoletanas y palentinas. Alcanzamos la capital tras sobrepasar el famoso nudo ferroviario de Venta de Baños, donde las vías de hierro se oxidan al sol. Abro los ojos, me desperezo, salgo a los Jardinillos de la Estación: un viaje en el tiempo y el espacio. Parece mentira, el AVE es la nueva máquina del tiempo. Desde los subterráneos de Chamartín directamente a la plaza de los Jardinillos en el mismo centro de la ciudad de Palencia. Tan corto y tan rápido que apenas me puedo hacer idea.

martes, 17 de noviembre de 2015

Entre huerto y jardín



Lo primero que hago nada más llegar a Vailima es acercarme a saludar a mis árboles uno a uno. Veo cómo crecen, me cuentan sus historias, miro si les falta agua o si algún bicho les anda molestando. “Estás más alto”, “estás más gordo”, “te amarillean las hojas” comento con cada cual. Me gusta abrazarme a mis árboles, siento su savia caliente, noto que me echan de menos cada vez que me salto un fin de semana; no soy hombre de contar mentiras ni de poner excusas así que aguanto el chaparrón de cariñosos improperios de unos y otros intentando quitarse la palabra. Este año ha habido muchos caracoles, una verdadera plaga, caracoles de esos pequeñajos que no valen para nada más que para subirse a lo más alto de los árboles por hacerse más interesantes frente a sus damas (yo pienso que son todos hermafroditas pero mejor no digo nada, no se vayan a molestar). Realmente no se qué pretenden así que los recojo con paciencia y me deshago de ellos. La encina grande tiene hojas nuevas. La encina grande es la encina bonita del vivero de Husillos que plantamos en la Semana Santa de 2013. No entiendo muy bien de dónde saca esa fuerza y esa energía tan a destiempo pues ya estamos en otoño. A pesar de su alegría desbordante, este año no ha echado ninguna bellota (el año pasado cogimos un par de kilos para los cerdos de Simón). Veo cómo se agrieta la corteza dejando paso a la vida, tantos años en contenedor hasta explotar por cada uno de sus poros tras su recién conquistada libertad. Parece magia pero noto como engorda su tronco día a día.

El olivo se infectó en primavera con el hongo del repilo y los frutales se vieron atacados por el hongo de la abolladura tal y como me comentaba Clemente, que entiende mucho de plantas pues trabaja desde hace años en el vivero de Villamuriel. Los membrillos pequeños tienen pulgón, hay que estar todo el tiempo muy encima de los frutales porque en cuanto te descuidas un poco crían muchas plagas. Pacopús me ilustra con los diferentes productos sanitarios, todo un arte que hay que saber aplicar en su justa medida. Ahora parece que los membrillos van bien tras un par de tandas de tratamiento intensivo pero aún son pequeños y no han fructificado como su hermano mayor, que en realidad no es membrillo sino membrilla. Comienza el otoño, caen las hojas y llega el momento de tratar los troncos de ciruelos y cerezos con aceite de invierno. Cobre, insecticida y abono foliar para olivos y encinas en cuanto comienzan los primeros fríos. Los almendros (Prunus dulcis), a pesar de ser bien pequeños, aparecen cuajados de almendrucos. Son tres almendros tardíos que plantamos a raíz desnuda en diciembre de 2013 a pesar del intenso frío que reinaba por aquel entonces; Clemente nos dijo que no había ningún problema pero que era muy importante dejar libre el injerto por encima de la tierra para que el árbol pudiera respirar. Lástima que uno de los tres se esté secando sin saber muy bien el por qué. Las condiciones son las mismas que soportan sus dos hermanos gemelos, la mar de aparentes con sus racimos de hojas verdes. Misterios de la naturaleza. Este año tendré que darles forma para que no se desmanden demasiado.

Paseo entre el huerto y el jardín, algo en cualquier caso difícil de definir. El escaramujo, dueño inicial de la parcela, quedó relegado a una esquina donde prospera a su libre albedrío mezclado con la hierbabuena y el negrillo de Manel, que se hace sitio a codazos. Menuda competencia mantienen entre unos y otros. Las rosas están desatadas, crecen como las zarzas, nada se interpone en su camino. Rosas rojas, blancas y rosas, una sinfonía de color que alegra el jardín. La amarilla es del jardín del cura, me la trajo Julianín que entiende mucho de plantas. Julianín me enseñó a plantar los esquejes, no tiene mucho misterio, lo importante es tener buena mano y creer en lo que haces. No es el capricho de la naturaleza, es el poder de cada cual. Incapaz cuan zahorí de descubrir el curso de las aguas, tengo en cambio buena mano con las plantas. El nogal de Julianín crece en una esquina de la parcela. Ya tiene un tamaño adecuado pero aún no ha echado ni una sola nuez. Espigado y elegante, parece un don Quijote serio y adusto junto al resto de arbolitos del jardín. Es el más alto de todos nuestros árboles pero aún habrá que esperar. Todo tiene su tiempo. Paco querría ver las nueces por conocer su variedad pues me dice que las hay mollares y encarceladas.

Algunos frutales, un par de cerezos, dos guindos, dos ciruelos claudios y los tres almendros de Villamuriel… El cerezo burlat quizá sea un poco precoz para los fríos de Vailima pero su fruta es de muy buena calidad, tal y como aprecian los pájaros del barrio. Crecen las uvas en las parras; blanca fina de mesa. También plantamos el castaño de Indias (Aeusculum hippocastanea) que encontramos en el bosque Horizontal de la sierra de El Escorial, una castaña germinada que crecía por su cuenta y que cuidamos con cariño desde hace casi quince años en una maceta en el balcón (de ahí que por el momento no haya crecido demasiado). En Vailima aún no lleva ni dos años; menuda diferencia el cambio de la terraza al jardín donde dispone de tierra con gusanos y agua para crecer. El madroño (Arbutus unedo) es tan madrileño como Joaquín o el oso de la Puerta del Sol. Pasó una mala temporada, probablemente el exceso de calor del pasado verano, pero se ha recuperado perfectamente. Las higueras del señor Goyo se malograron y perdieron el brote apical pero rebrotaron desde la base y también progresan adecuadamente. Por el momento son higueras enanitas, no era el mejor momento para trasplantarlas pero no había otra opción. “Cuidado con los tordos, que son muy hijoputas”, señalaba acertadamente el señor Goyo. Alimañas, ratas voladoras. En cambio la higuera de Las Negras está cada día más hermosa, creciendo de manera desaforada entre el pozo y la tapia. Este año ha dado un buen estirón, se conoce que le gusta la ubicación. Sus frutos rojos se deshacen en la boca. No sé si este año comeremos uvas, los tordos andan al acecho y algunas andan picoteadas. Mejor media docena de cuervos que una manada de tordos, dicen en el pueblo. Sigo con mi curso de inglés; resulta complicado conseguir la agilidad necesaria pero seguiré insistiendo porque es la única manera de avanzar.

martes, 10 de noviembre de 2015

Antonio nos pinta un cuadro



Antonio nos pinta un cuadro de la ribera con ovejas en primer plano; no es barato pero es muy hermoso y de vez en cuando conviene darse un capricho. Toño es un artista de prestigio con premios y exposiciones en plazas de primer nivel. En realidad sus cuadros de la exposición del Cerrato nos gustaban un montón pero no nos convencía el hecho de poner en casa la imagen de otro pueblo o de las bodegas de la zona. Ni muerta, dice Bea. Charlamos un rato rodeados de cuadros. No hay nadie más en la sala y tenemos tiempo para cambiar impresiones: qué si tú eres primo de Basilio, que si yo soy amigo de Pacopús, cosas que se cuentan en los pueblos y que permiten ubicar a cada cual. En un determinado momento Toño nos propone, si estamos interesados, pintarnos el cuadro que queramos al mismo precio que los expuestos. Dicho y hecho. Enseguida llegamos a un acuerdo. Quiere saber qué nos gusta y dónde lo vamos a colocar, cómo está orientada nuestra casa, por dónde entra la luz… Tengo que confesar que a mí me gustaban los paisajes con pastores y ovejas, Bea quería algo más íntimo, algo más relacionado con el pueblo donde ha nacido. Algunas casas entre el río y la vía del tren, agrupadas en torno a la iglesia y los bares de la plaza. El casco antiguo no parece tan interesante como el de los pueblos del entorno y tampoco vamos a poner la imagen de la casa de algún vecino. Cierto que tenemos el silo, quizá demasiado artificial para lo que buscamos, la ribera y la torre de la iglesia con sus cigüeñas. El silo es bonito, constituye junto al puente el verdadero emblema del pueblo (un paseo con el silo al fondo sería una buena idea nos señala en algún momento). Para mí este silo-faro de Castilla es una referencia tanto visual como sentimental.

Nos decidimos por la ribera y nos vemos en casa. Toño calcula a ojo el formato del cuadro para la pared donde queremos ubicarlo. Nos acercamos al río e investigamos a cada lado del puente con la luz del atardecer. Un pescador nos indica la imposibilidad de seguir avanzando. Me falta algo en el primer plano para cerrar el espacio. Antonio me entiende muy bien. Una pena la tarde sin color. Las nubes cubren el cielo y se pierde el relieve y las formas. Sin embargo las luces de la mañana hacen que todo cambie; brillan las piedras del puente, las hojas cambian de color y se reflejan sobre el agua remansada y tranquila. Un resultado espectacular. Me gusta mucho cómo el artista consigue centrar la luz de la mañana en los ojos de piedra logrando un efecto natural para este “amanecer en el puente”. Al final las ovejas quedaron sin pelo aunque a Beatriz le hubieran gustado algo más peludas. A mí me gustan así. El secreto, como en todo tipo de arte, consiste en transmitir emoción. Toño nos dice que le pondrá un marco de plata vieja, muy adecuado para resaltar aún más los vivos colores del cuadro. Nosotros no tenemos nada que objetar. Al lado de donde pastan las ovejas crecen dos pequeños almendros que alguien debió plantar hace un par de años. Uno murió enseguida, se conoce que no le gustaba el sitio, el otro aún se mantiene vivo. Las ramas secas que trae el río se acumulan en la zona de la isla donde los árboles colonizan el terreno. Nadie recoge la leña muerta que va tapando los ojos del puente. Veo a la garza patrullando su territorio. En casa, aparte de la abubilla, cada mañana nos visita un pito real y una nube de tordos. El mismo día que Toño nos acerca el cuadro, su primo Basilio vendimia en Lancha Quebrada. Tempranillo y algo de merlot. Basilio hace un vino denso que se llama Basileo.

Veranillo de san Miguel; maduran los membrillos, los higos y las uvas. Las parras son bien flaquitas pero ya aparecen cubiertas de hermosos racimos. Blanca fina de mesa. Pacopús me dice que se ha pasado la mañana asando pimientos, imagino que será por celebrar su reciente su cumpleaños (ya sabía yo que le iba a gustar mucho “Los viajes de la cigüeña”, el precioso libro de viajes de Martín Garzo que encontré en una librería de viejo en Internet). Paco es un hombre inquieto que siempre anda entretenido, siempre tiene algo que hacer. Unos vinos con Lorenzo y Germán, en esta época apenas queda gente en el pueblo. Comienzan a caer las hojas. Aún quedan algunas claudias, este año no se han dado muy bien quizá por la falta de tratamientos adecuados. En el árbol más antiguo, un Claudio de Tolosa, las pocas hojas que aún aguantan siguen tristes y arrugadas. La abolladura, dice Clemente. José Carlos piensa que puede ser la araña roja y Simón me recomienda tratar el pulgón. Yo estoy hecho un lío. El otro Claudio, el que arrancó Adolfo de la parcela del difunto Agustín, apenas ha tenido tiempo para enraizar. Era un mal momento, todo tiene su tiempo y yo pienso que habría que haber esperado a los primeros fríos. En este caso no tuvimos ninguna opción. Adolfo desbrozó todo el terreno y regaló los árboles a quien se los quiso llevar. Hizo leña con el resto y cubrió la tierra con un par de sacos de sal. Después lo tapó con plásticos y esparció un camión de gravilla. Ahora ya nadie le tapa las vistas.

Comienza el otoño, la estación más bonita del año. Es un momento triste, yo prefiero la primavera con la vida inundado los troncos de los árboles tras el riguroso invierno castellano pero el encanto de las setas y las hojas secas resulta indudable. Mi padre me llama asno y ladrón. Llevo todo el día con él y en alguna ocasión le tengo que llevar la contraria, algo que sigue sin poder soportar pues siempre fue muy mandón. No le hago mucho caso porque se le ha ido la cabeza tras el último ingreso en el hospital y no se le puede tener nada en cuenta. Fuga de ideas, delirios encadenados, diálogos de Don Quijote y Sancho Panza. Imposible hacerle entrar en razón, habrá que encajarlo de la mejor manera posible. No me deja acercarle la merienda, dice que le quiero envenenar, me entra la risa y él se enfada mucho más. Tampoco me da la mano, dice que le doy asco. Está desorientado, no me conoce y se arma unos líos monumentales: me llama de usted y no sabe si soy gallego o si soy el cardiólogo. Ayer, sin embargo, parecía bien contento con ese hombre tan amable que estuvo todo el día a su lado: “¿No sabes quién es? le pregunta mi madre, “Supongo que debe ser el cardiólogo” contesta con aplomo. A mí lo que más me llama la atención es que mi propio padre no me reconozca y me llame de usted, una sensación muy extraña. ¿Es usted gallego, verdad? Tendrá cosas que hacer, que ya lleva aquí mucho tiempo y yo no hago más que hablar. No te preocupes papá, que tengo todo el tiempo del mundo para escucharte. Mi madre llora y mi padre la consuela: ¿Por qué lloras si no te hemos hecho nada? Al final reímos los tres, “ves mamá, no sé porque te pones así, si ya dice papá que no te hemos hecho nada”. En fin, la vida…

El año que viene habrá que comprar unas redes para tapar el cerezo; en otoño podremos usarlas para proteger las uvas y los higos “que los tordos son muy hijoputas” dice el señor Goyo y acaban con ellos en cuanto maduran. Las dos higueras del señor Goyo que plantamos hace un año han agarrado bien pero aún no se han desarrollado; la de Tabarca, en cambio, está espectacular, cuajada de pequeños higos pendientes de madurar, higos de corazón rojo más dulces que la miel. También tendremos que poner un soporte para las parras, que ya van creciendo y hay que organizarlas para que no se desparramen. Seguro que a Simón se le ocurre alguna idea luminosa pues es muy ingenioso. Una casa en el campo da mucho trabajo pero proporciona enormes satisfacciones. Habrá que pensar en encender el fuego, se acercan los primeros fríos y en Vailima no hay más que dos estaciones. Ya lo dice el refranero popular, tras el veranillo de san Miguel, el cordonazo de san Francisco.

lunes, 9 de noviembre de 2015

La vendimia de Basilio


Vendimia Basilio 2015

La vendimia de Basilio por su primo Toño, el pintor. Octubre 2015. Diez hectáreas de tempranillo cien por cien en la finca Lancha Quebrada. Hacer un buen vino constituye uno de los misterios de la naturaleza.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Vailima, "la casa de los ginkgos"



Encuentro un precioso título para una posible novela: “Vailima, la casa de los ginkgos”. Vailima, mi refugio en el barrio de la Estación, una agradable realidad gracias a los tres ginkgos que crecen en la parcela incluso antes de urbanizar el jardín. De esto hace ya casi cuatro años, poco antes de que Bea se pusiera mala. Se nota que los ginkgos van lentos, no son de aquí y les cuesta adaptarse; sin embargo se trata de una especie muy resistente distribuida ampliamente por el mundo, especialmente en el continente asiático donde son muy frecuentes en India, China y Japón. Un fósil viviente que no sufre ni plagas ni enfermedades, como se puede leer en los manuales, y un árbol de fuerte poder simbólico que a mí me recuerda a los tejos de las ermitas y a los jardines de los santuarios budistas. ¿Esto qué fruta da?, me preguntan en el pueblo. Yo no sé muy bien cómo explicar que estos árboles no dan ninguna fruta y que únicamente los he plantado por el sentimiento de calma que transmiten y por el precioso color de sus hojas en otoño. Las avenidas en Sapporo aparecen cuajadas de enormes ginkgos donde se posan los cuervos de la montaña buscando su diario sustento. En Vailima los únicos ginkgos que se pueden encontrar son los de mi casa tras criarlos en maceta durante años. Cuando ya no podían seguir más en el balcón, hubo que plantarlos en tierra y ahora crecen silenciosos como en los jardines de los monasterios. Se nota que no es su medio, les está costando adaptarse.

Vailima es un vergel, cada piedra marca un hito, cada árbol esconde una historia... Mi refugio en Vailima guarda secretos y momentos escogidos. También posee una rica vida vegetal que intento compartir. Estoy absolutamente convencido de que los árboles tienen vida propia y de que poseen sentimientos y sensaciones como los seres humanos. Cierto que no son tan ilustrados ni pueden caminar pero son capaces de extender sus tentáculos para llegar allí donde deseen. Los árboles suelen tener muchas propiedades beneficiosas. Son pacientes y tranquilos, al mismo tiempo que transmiten una enorme sabiduría. Yo suelo hablar con mis árboles muy despacio, casi susurrando. Ellos me contestan a su manera, no hay más que poner un poco de atención y saber escuchar. Tienen mucha vida y son muy cotillas; después de todo el día a la intemperie se acaban enterando de cualquier circunstancia que ocurra a su alrededor. Saben de meteorología, por la cuenta que les tiene, de geología, y de muchas otras cosas, entienden de agua y de sales minerales pero también de historia y del paso del tiempo. Un poco filósofos y otro poco pastores, sobre todo saben escuchar y guardar los más íntimos secretos. Conocen el canto de cada pájaro y entienden de poesía. ¿Qué más se les puede pedir? En invierno se ponen tristes, pierden las hojas y se adormilan hasta mejores momentos. Da gusto cuando despiertan, con la alegría bulliciosa de sus flores y sus hojas nuevas, al recibir los primeros rayos del sol. En el pueblo piensan que estoy loco, yo no les llevo la contraria y les dejo imaginar.

Árboles y piedras del páramo rodean al olivo. Este año, después de tratar el arbolito con un preparado de cobre para erradicar al hongo del repilo que le atacó la pasada primavera, ha echado algunas olivas. El frío y la humedad no le van nada bien. No es Vailima tierra de olivos, tampoco de ginkgos. Voy entendiendo por qué me consideran el raro del pueblo pero disfruto mucho con mis tres encinas y con mis tres ginkgos. Un jardín con árboles y una huerta de frutales donde crecen tres higueras pequeñas y tres membrilleros. En Vailima los membrillos son pequeños, olorosos y redondeados como manzanas medianas, a diferencia de las membrillas, que tienen el fruto más grande y jugoso. El membrillero más grande es una membrilla que proviene del vivero de Husillos; sus frutos son como peras gigantes aunque su aroma es mucho menos intenso que los membrillos normales. Los dos pequeños escaparon de la finca de Agustín saltando la valla de piedra para instalarse y crecer salvajes en la acera de tierra donde se adaptaron muy bien (los dos guindos también tienen el mismo origen). Cuando me avisó José Luis que crecían huérfanos en una acera asilvestrada, me los traje a casa donde se han adaptado muy bien y han ido prosperando con el agua y con el sol. En Vailima aconsejan mezclar dos partes de membrilla con una de membrillo para hacer el famoso dulce de membrillo. También procede de la finca del difunto Agustín el ciruelo Claudio que me regaló Adolfo cuando limpió la parcela invadida de maleza que tapaba su casa. Al pobre Claudio aún le falta un invierno, lo pasó mal con el trasplante. Paseo por mi jardín como si paseara por un claustro. Ya tengo mis caminos que rodean toda la parcela; desde los frambuesos al pozo, continúo por la tapia de las parras hasta el nogal y por el lateral más sombrío acabo en el jardín de la encina.

Prosperan las encinas sin apenas agua, justo al borde del páramo seco y pedregoso, mientras nuestro pequeño olivo se va adaptando poco a poco a sus nuevas circunstancias. No es de esos olivos viejos de verdad con su tronco arrugado y tormentoso. Costaban mucho y eran demasiado grandes. El nuestro tiene el prudente tamaño de una persona pequeña con los brazos estirados. En el caso de la encina grande o el nogal de Julianín, sí se encuentran en su medio y prosperan sin dificultad. Se trata de una genuina encina de Husillos (Quercus ilex) que compramos al mismo tiempo que el olivo. El páramo del Cerrato, excelsa combinación de piedra y aire. Pacopús me dice que la encina no es como las de aquí, se la ve que pertenece a otra familia. Es más alta y espigada y si la miras despacio te das cuenta de que no tiene las hojas picudas sino que son más bien como las hojas de laurel. Pequeñas bellotas alegran sus ramas. Hay muchas razas de encinas dice muy serio Miguel, el vecino de la esquina, quien me explica que le gustan mucho estos árboles porque se mantienen verdes a lo largo de todo el año. La otra encina, más pequeña, tiene otro porte y otras hojas. Es verdad que estaba un poco dejada pero con el agua y el sol ha mejorado mucho. La he ido adecentando pues tenía mucha maleza en la base, se conoce que llevaba tiempo en el contenedor y sus ramas crecían desde abajo buscando la luz. Ahora tiene un aspecto mucho más presentable.

La pasada primavera Pacopús me regaló un jerbo gemelo del que puso en su jardín, el Sorbus domestica de toda la vida (un tipo de serbal que no es ni el mostajo ni el serbal de los cazadores). Le está costando un poco, el sol castiga duro en verano y aún no ha tiempo para desarrollar sus raíces. Yo espero un buen empujón para la próxima primavera. Aún desconozco si se trata de la variedad maliforme o de la piriforme, habrá que esperar unos años para descubrirlo (su fruto, las jerbas, pueden tener forma de pequeñas peras o de pequeñas manzanas según la variedad). Pasa lo mismo con los ginkgos, tienen pies diferentes y hasta que no se desarrollan no se sabe si son machos o hembras. Por el momento no tengo ninguna prisa. En Francia el serbal de los cazadores es en realidad serbal de los pájaros o de los pajareros (sorbier des oiseaux, sorbier des oiseleurs), como nuestro querido San Frutos. San Frutos Pajarero, cuya festividad se celebra el 25 de octubre, es el patrón de la ciudad de Segovia como todo el mundo sabe.