De Madrid al Cerrato y tiro porque
me toca. De Madrid ¿a dónde?, ¿Al Cerrato? ¿Y qué es el Cerrato?, me preguntan
con frecuencia en la capital. Yo suelo contestar que el Cerrato es el territorio
mítico donde se confunden mis sueños con mis realidades (Santa María, Región, Yoknapatawpha,
Comala, Macondo, Mágina, Vailima). En realidad el Cerrato es una pequeña comarca
de la meseta castellana donde confluyen tierras de Burgos, Palencia y
Valladolid, caracterizadas por elevaciones muy discretas alternando con valles
fluviales por donde discurren los ríos. Lo más probable es que la palabra Cerrato
provenga de cerro y se refiera de esta manera a una región de páramos y vegas, antesala de la fértil Tierra de Campos que se extiende hacia el oeste. Dicen
que la capital del Cerrato se encuentra en Baltanás, que es cabeza de partido,
pero la capital de mi Cerrato particular se encuentra en Vailima con unos
límites perfectamente definidos por mi imaginación.
Poco más de doscientos kilómetros
entre Madrid y mi refugio en Vailima, una tierra reseca de páramos, encinas
y amapolas. “Pues no está nada mal”, señala Pacopús. Cierto, nada mal, y le
cuento el último chisme aprendido: “la mujer, la miel y el gato, del Cerrato”.
Pacopús es un sabio que sabe leer las estaciones y que conoce dónde crece el
tomillo silvestre, los endrinos y las setas de cardo. Eso sí, ya se cuida él muy
mucho de descubrir sus secretos. El tren es rápido, moderno y limpio, un método
de transporte aséptico acorde al siglo XXI. El tren emplea poco más de dos
horas entre la estación de Chamartín y la ciudad de Palencia. Nada más salir de
la capital el convoy atraviesa el bosque de El Pardo y enseguida se introduce
en el túnel de ocho kilómetros bajo el cerro de San Pedro, anticipo de los veintiocho
kilómetros bajo la cordillera de granito antes de pasar de largo junto a la
ciudad de Segovia. Veintiocho kilómetros de túnel son muchos kilómetros, muchas
toneladas de piedra por encima de nuestras cabezas. La boca sur del túnel se
introduce en las entrañas de la montaña a la altura de Miraflores de la Sierra.
Volvemos a la luz justo al norte de Valsaín, tras atravesar el pétreo corazón
de Peñalara, la cumbre más alta de la sierra de Guadarrama con sus 2.428 metros
de altitud sobre el nivel del mar. Magia y misterio. Los científicos dicen que
se debe al magnetismo del granito, algo que yo creo bien posible. La velocidad
impide que nos invada la sensación claustrofóbica que a priori podríamos
imaginar. En realidad los veintiocho kilómetros suponen más o menos el recorrido
entre dos paradas de metro un poco alejadas entre sí. Imagino el trayecto “La
Coma-Pitis”, por ejemplo, con la estación fantasma de la Fuente del Fresno durmiendo
en espera de los inquilinos del barrio que comienza a poblarse tras la crisis
inmobiliaria de la capital. El tren atraviesa como una bala los campos
segovianos antes de llegar a tierras vallisoletanas y palentinas. Alcanzamos la
capital tras sobrepasar el famoso nudo ferroviario de Venta de Baños, donde las
vías de hierro se oxidan al sol. Abro los ojos, me desperezo, salgo a los Jardinillos
de la Estación: un viaje en el tiempo y el espacio. Parece mentira, el AVE es la
nueva máquina del tiempo. Desde los subterráneos de Chamartín directamente a la
plaza de los Jardinillos en el mismo centro de la ciudad de Palencia. Tan corto
y tan rápido que apenas me puedo hacer idea.
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