jueves, 26 de noviembre de 2015

De Madrid al Cerrato (IV)



Hace tiempo que no coincido con Valeriano. Territorio mítico del Cerrato entre la Confluencia y el puente de los Franceses, justo el tramo en que se unen Arlanza y Arlanzón hasta su fusión en el Pisuerga pocos kilómetros antes de llegar a Torquemada. La casa se nota deshabitada así que, sin mayor dilación, preparo el fuego con leña de encina para caldear el ambiente. El río divide el territorio en dos parcelas; la del norte centrada en Valbuena llega hasta el caserío de San Cebrián de Buena Madre, la del sur en torno a Herrera y Villahán alcanza Valdecañas y Tabanera. Pistas, vallejos y páramos a ambos lados de la vega del río, tierra de corzos y jabalíes. Hace días que no veo las garzas; normalmente residen en la isla bajo el puente de los mil ojos y se las echa en falta. Ángel me pasa dos mapas del ejército al uno-veinticinco mil donde aparecen las trochas y caminos que recorro habitualmente. Estos son mis dominios, el territorio del norte y el territorio del sur, territorios que patrullo libremente sin gastos ni impuestos porque disfruto del usufructo de los caminos públicos. El silo-faro de Castilla alumbra el recorrido y centra el territorio pues resulta visible desde todo el entorno. Paco y Joaquín están completamente de acuerdo con mi concepto de silo-faro. En realidad me estoy refiriendo a un tramo muy concreto de un mapa virtual montado sobre el esqueleto fluvial del Arlanza y de sus espinas de pescado: el arrollo Castillejo y el arroyo del Prado por un lado, el vallecito de san Vicente por el otro. Geografía y territorio. Una vez que te organizas el mapa en la cabeza, puedes recorrerlo de mil maneras sin otro límite que la imaginación y la fatiga de las piernas. Y cuando éstas fallan, puedes seguir en casa, en tu sillón favorito, por los caminos de la memora visual y de la imaginación.

En los altos a cada lado del río, los molinos transforman el páramo en campos eléctricos a cielo abierto, bastante más limpios que cualquier otro tipo de energía. Difícil de entender el hecho de que funcionen correctamente y produzcan la energía tan útil y necesaria para la vida diaria; yo solo recuerdo que la energía ni se crea ni se destruye pero de crío me costaba trabajo diferenciar entre la energía cinética y la energía potencial. Miraba asombrado la dinamo de la bici y seguía sin comprender nada. Para mí era inexplicable la existencia de los dos tipos de energía, una brava y salvaje, la otra más comedida y prudente. ¿Por qué lucía la bombilla de la dinamo al rodar su sencillo mecanismo sobre la rueda de la bicicleta? ¿Por qué la enorme energía que tenía el agua a una determinada altura desaparecía cuando volvía a correr libre a su nivel? La energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma nos decían en la escuela. La energía es el producto de la masa por la velocidad de la luz al cuadrado me explicaron mucho después. Yo seguía pensando en ello sin encontrar la solución; ¿qué tendrá que ver entonces todo esto con la luz de mi dinamo? Aquellos sí que eran verdaderos misterios de la naturaleza. Ahora ya soy capaz de entender que la energía cinética reside en el movimiento de las aspas de estos ingenios mientras que la potencial se acumula en su corazón de hierro y latón aunque nunca he comprendido su verdadero mecanismo. También entiendo lo de transformar una en otra pero lo de atraparla en acumuladores entre los dos estadios posibles resulta complicado. Ingenios también eran las harineras y azucareras que surcaban esta tierra desde tiempos inmemoriales y los molinos junto a los ríos que empleaban la energía del agua libre en mover las ruedas que trituraban el grano o que fabricaban luz como los magos te transforman en conejo si les llevas la contraria. Un euro cada vuelta, me decía un paisano ante las ruinas del molino fluvial de Astudillo, señalando hacia las torres en movimiento en lo alto del páramo. El Pisuerga en Astudillo y Cordovilla es ya todo un señor río, nada que ver con el diminuto hilo de plata que surge en Fuente Coble, en lo alto de la montaña palentina. “Mucho me parece”, comentaba yo en tono escéptico con el hombrecillo, pero mejor no discutir para evitar la media hora de charla inútil con la que supongo trataría de convencerme de sus teorías. “Qué sí, mire usted, que tengo un primo ingeniero que trabaja en Madrid y sabe mucho de todo esto”. El progreso avanza imparable transformando el entorno cada día. Las fábricas de luz que abundaban a la orilla de los ríos han sido sustituidas por los campos de torres aladas en continuo movimiento, estructuras metálicas que proliferan en los páramos como los insensibles gigantes imaginados por don Quijote. Cada torre paga religiosamente su alquiler al propietario del terreno, mucho más productivo de esta manera que cualquier otro tipo de cultivo. A mí me gusta llamarles “eoliennes”, enormes aerogeneradores en honor al dios Eolo que los hace funcionar, como me explicaba mi amiga Cathy cuando empezaron a construirlos por todas partes. Fábricas de luz e hilos de la luz, imposible encontrar un nombre más poético para ingenios e ingenieros tan acostumbrados a engranajes y fórmulas matemáticas. No creo que tenga mucho sentido cambiar la poesía del agua por la teoría de los números.

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