sábado, 21 de noviembre de 2015

De Madrid al Cerrato (II)



Encuentro un día fresco y un cielo cubierto de nubes grises pero no hace frío. Camino hasta el otro lado de los jardines donde se encuentra la estación de autobuses y pregunto por el andén del autobús al pueblo. La señorita de la ventanilla es un poco arisca y me hace dirigirme al mostrador de información donde un joven con un mono pardo y gafas de pasta coloca unos paquetes y atiende a una persona que pregunta sobre precios e itinerarios a la costa cántabra. Este último no parece enterarse mucho y el empleado repite los precios varias veces con mucha paciencia y cierta parsimonia. Al final acaba apuntándoselo en una hoja de papel. Yo me voy consumiendo poco a poco, se ve que tenemos distintas velocidades y todavía no me he acostumbrado al nuevo ritmo que impera en provincias; resoplo un par de veces e intento sosegarme. Mientras sigo esperando, pienso para mis adentros que a la mujer antipática, que parece un poco áspera y debe estar enfadada con el mundo, no le habría costado nada indicarme la ventanilla correspondiente. Hay que tener un cuidado exquisito al elegir las personas más idóneas para un trabajo en contacto con el público. Al llegar mi turno, el empleado me informa muy solemne de que no hay más que dos viajes a Vailima, a las ocho y a las trece. He tenido suerte, me viene al pelo el horario pues puedo coger el bus de las trece horas y en poco menos de tres cuartos de hora estoy en casa. Menos mal que no se me ocurrió dar una vuelta hasta el “Alaska” como venía planeando en el tren, habría perdido el bus y habría tenido que coger un taxi porque no hay ningún otro medio de transporte público hasta el día siguiente (una lástima que los trenes pasen de largo por su preciosa estación). En el bus, que es muy pequeño, no vamos más que tres personas y el conductor, un hombre calvo y serio de mediana edad. Es un microbús amarillo huevo de la empresa Abel, como los que emplean para llevar a los chiguitos a la escuela. Tres euros, cuarenta minutos, ciertamente un negocio deficitario probablemente subvencionado por la Junta o por la Diputación pues en caso contrario sería imposible prestar el servicio con un mínimo de dignidad. El bus sale puntual. En la parada de la Fábrica de Armas, junto a “La casa del bacalao”, sube una cuarta pasajera que ya lleva su ticket pues debió viajar esta mañana y ahora vuelve a casa. De hecho saluda con gesto familiar tanto al conductor como al resto de viajeros. Me mira con cierta intriga, como intentando adivinar quién soy. Sigo pensando en “La casa del bacalao”, el pescado de Castilla. Que se lo pregunten a Paco, todo un experto en su preparación. La mayoría de viajeros hacen el trayecto de retorno, de ahí la sorpresa del conductor (y del resto del pasaje) ante mi inusitada presencia. Magaz, Torquemada, Vailima. Una de las pasajeras se apea en Torquemada, justamente la que subió en la fábrica de armas que es la más joven y la más dicharachera. Me da la impresión de que es rumana pero no podría asegurarlo. Los otros tres bajamos en Vailima. Fin de trayecto. El conductor aparca junto al descampado de “La Vasca” y se dispone a volver en un rato (imagino que de vacío).

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