miércoles, 5 de julio de 2017

La playa de Genoveses


Después de desayunar y comprar el periódico, paseamos hasta Genoveses, una de las playas más hermosas de todo el entorno. Genoveses es de las pocas playas con sombra junto con la preciosa cala de los Toros, agazapada en un bosquecito de pinos y palmeras (también conocida como cala del Barranco Negro). En cualquier caso siempre se puede encontrar algún hueco protegido entre los paredones de roca cuando pega mucho el sol. El tiempo discurre sin prisa, entretenidos sin ninguna ocupación especial. Luce el sol, la mañana es agradable. Los coches se atascan a la entrada del parque esperando su turno de entrada. Fotografío el molino contra el cielo azul, los pitacos y la rambla. Las ruinas de los cortijos se deshacen como castillos de arena. La playa está tranquila, corre una suave brisa que riza la superficie del agua. Azul contra azul. Un velero se balancea en medio de la ensenada. Algunas fotos mientras me resguardo del sol implacable bajo la sombra de los eucaliptos. Leo, descanso, miro el mar hasta perderme en su distancia infinita y azul. El calor es sofocante, el agua está caliente pero no hay mucha gente y el descanso en la playa resulta reparador. Una tropilla de peces pequeños se acercan a saludar. Sigo la línea de la costa con la vista, imagino los contornos quebrados de Cala Amarilla, Cala Príncipe y el Barronal. Una pareja bucea en la zona rocosa a la izquierda de la playa, se conoce que debe haber mucha vida marina pues parecen emocionados. Las piedras emergen cubiertas por el verde de las algas. Un hombre de pelo blanco presume de haber visto un mero de medio metro pero ante las incongruencias que manifiesta me da la impresión de que más bien ha podido soñarlo. Sus dos hijas veinteañeras, guapas y distantes, toman el sol sin prestarle ninguna atención. El hombre se ajusta un viejo sombrero de paja y se sienta en una toalla al sol sin quitarse siquiera la camiseta con la que ha estado buceando. Su mujer tampoco parece hacerle ningún caso. Pienso en una posible ocupación que me permitiera vivir sin trabajar aunque en ese caso nada sería igual. Me propongo caminar con asiduidad, un reto fácilmente asumible. Dejo vagar la imaginación con total libertad, una vida fácil y sencilla cerca del mar. Hace calor así que nos retiramos prudentemente a descansar; el sol de las horas centrales del día es tremendamente dañino y hay que cuidarse. Volvemos caminando por el estrecho sendero que conduce hasta el molino, un buen atajo respecto al camino habitual que discurre por el acantilado al borde del mar. Las sencillas flores de papel, blancas y azules, crecen a ambos lados de la senda entre pitacos y chumberas (se trata de un tipo de limonium endémico de la zona). Calor y moscas. Paramos en la terraza del Pirata Maimono por tomar una cerveza y picar algo; después del vigoroso paseo bajo el sol, llegamos sudorosos y sedientos. Escribo a Juan, a Jareck y a Ruth, hoy en día con el Internet se llega a todas partes. A última hora nos acercamos a comprar provisiones de primera necesidad. Encontramos sal, vino y aceite en una de las tiendecillas del pueblo; Tetas de la Sacristana, un tinto de Laujar (Fondón) en la Alpujarra almeriense, el "jaén blanca" de Cristina Calvache y una botella de Flor de Indalia (coupage blanco con vermentino, macabeo, chardonnay y sauvignon blanc), de la ribera del Andarax. Dicen que el vino de la Sacristana marida muy bien con el arroz con setas, el civet de liebre o el pichón asado, también con las legumbres estofadas y los quesos curados. Habrá que probarlo. Cenamos en la Abacería: cerveza, ahumados y carpaccio de atún rojo; compramos aceitunas rellenas, vino espumoso tipo sangría y vinagre de higo de la Chinata. Sin duda una agradable experiencia. Habrá que volver.

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