viernes, 15 de septiembre de 2017

Bacalao con Pacopus I


La pista paralela al río que cojo para salir del Valle Bueno constituye en cierto modo su escapatoria natural hacia el sur. No hay opción, el camino discurre entre el curso fluvial y los altos del páramo, serpenteando perezoso al borde del agua. Corretean los corzos entre campos de espigas y girasoles. Las fincas se solapan una tras otra: la Dehesa de Matanzas, el camino del Majuelo, la Campera de San Pedro, la Islilla y la Vega. Afronto con alegría la cuesta de las bodegas y atravieso el bosquecillo de encinas antes de llegar al caserío de Santa Rosa, donde me espera un ejército de pequeños olivos perfectamente alineados. Un bando de cigüeñas se distribuye homogéneamente por el campo buscando el sustento diario (sapos y culebras, gusanos, ratones, caracoles…). Aunque no lo parezca, las cigüeñas son grandes depredadores; dice la canción que la cigüeña batalla con la culebra y nos mata los bichos que son dañinos. Me encuentro a Pacopús descansando en la terraza de “El Pico”. Le comento que esta mañana estuve en la Quinta y le hablo de la culebra y de las cigüeñas, él me enseña la foto de la pareja de cigüeños que mató el pedrisco hace unos días, dos ejemplares jóvenes medio desplumados rodeados de granizos como pelotas de golf. Tomamos un vino y le cuento con detalle mi excursión matutina. “Menuda chaqueta”, comenta socarrón, al mismo tiempo que me propone compartir el bacalao al pilpil que preparó ayer tarde (está mucho mejor de un día para otro, afirma con conocimiento de causa). Imposible llevarle la contraria; Paco, entre otras muchas cosas, es un gran cocinero de bacalao; el Club Ranero lo hace bueno pero el pilpil lo borda. Lo importante para el pilpil son los ingredientes: ajo, aceite de oliva y bacalao, señala, aunque yo creo que el verdadero secreto reside en la cazuela de barro que cuida con esmero para poder seguir utilizando durante mucho tiempo (me dice que era de su suegro y que ya debe tener cerca de los setenta años, la cazuela, no su suegro que murió hace años). Una marmita mágica que cuida como oro en paño. Pedimos otro vino y hablamos de bacalaos, sin duda es un gran entendido. Yo, mentalmente, voy tomando nota de todo. El bacalao ha de ser de buena calidad, mejor que no sea muy grueso para que se impregne bien del aroma de la salsa, dice Paco; hay que desalarlo durante dos días con cambios de agua cada ocho horas; el aceite de oliva virgen; los ajos, en lonchas… Tras organizar los preparativos (se seca el bacalao, se calienta el aceite, se fríen los ajos y se reservan) viene lo principal; hay que colocar el bacalao, con la piel hacia abajo, en el aceite caliente donde se frieron los ajos, removiendo sin pausa con movimientos circulares (como si estuviéramos bailando, dice Paco). El aceite no debe estar demasiado caliente; lo que se tiene que mover es el bacalao, insiste mi amigo, no la cazuela. Me imagino en esas circunstancias, no debe ser tan sencillo como parece, además yo no soy muy bailón y me da la impresión de que mis movimientos parecerían un tanto forzados (recuerdo aquel día en que Loren peleaba a brazo partido con unas tajadas de bacalao sin conseguir ligar el aceite para lograr una emulsión en condiciones). Al final la salsa, sin grumos, ha de ligar perfectamente. Paco, no sigas, por favor, que se me hace la boca agua. Así, como quien no quiere la cosa, le recuerdo que tampoco se le dan nada mal los pimientos asados ni las codornices escabechadas y él sonríe con un cierto aire de complicidad. Algún bote me queda todavía, susurra entre dientes para que no le oiga nadie. ¿De pimientos o de codornices? De pimientos y de codornices, comenta con malicia.

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