sábado, 12 de agosto de 2017

El bosquecillo de encinas de Vilandrando


Atravieso de nuevo el bosquecillo de encinas, que a esta hora es como un bosque encantado, y bajo hacia el pueblo guiado por las luces de la carretera. Mucho tráfico de camiones en ambos sentidos. Un incesante río de puntitos, un continuo reguero luminoso que no detiene su movimiento ni de día ni de noche. Humean las chimeneas de las bodegas, sin duda su particular momento de gloria. Cualquiera podría imaginar un poblado troglodítico. El aroma de la leña y los manojos de sarmientos se mezcla con el olor de la panceta y las chuletillas a la brasa. Acacias y negrillos, matas de orégano, tomillo y mejorana, té de monte, manzanilla. Camino entre las zarceras y los espigados respiraderos de las bodegas. Doy un tiento al porrón que me ofrece Teodoro (clarete de Villahán confirma con solvencia) y continúo mi recorrido tras aclarar la garganta del polvo del camino. Tras mi caminata vespertina llego al pueblo con hambre y con sed. Podría comerme cualquier cosa, el clarete de Teodoro y el olor de las chuletillas han acabado de despertar mi apetito. Coincido en el bar con Paquito Caudillo (nunca supe de donde venía su mote tan particular) y le cuento que esta tarde estuve paseando por la Colonia. Paquito vive en Bilbao pero viene por el pueblo con mucha frecuencia. Nació en la misma casa donde hoy se ubica el único bar del pueblo. Cada vez está peor, señalo con pesadumbre hacia las ruinas de la Colonia. Sí, una pena lo del Sanatorio (él sigue hablando del Sanatorio, muy anterior a la Colonia Infantil). Me cuenta que su padre estuvo allí trabajando durante muchos años; en realidad su padre, que era alférez de Marina en Cartagena, fue trasladado como preso de guerra para construir el sanatorio a finales de los años treinta (la primera piedra fue colocada en 1939). Mucho dolor y mucho sufrimiento. Al acabar de cumplir su pena, el padre de Paquito Caudillo se quedó empleado en el Sanatorio que había ayudado a construir con sus propias manos; primero como calefactor y luego como electricista, maquinista y todos los oficios relacionados que se acababan resumiendo en uno solo, cumplir con el trabajo para ganar el sustento diario. Al final se acabó casando con una chica del pueblo y reposa, lejos del mar, en el pequeño cementerio rodeado de compañeros de aventuras y desventuras. Mientras me tomo una cerveza bien fría, Dalmacio me prepara unos huevos fritos con lomo y patatas que devoro con sumo placer. Aquí las patatas son patatas de verdad y los huevos son huevos de gallinas libres de Mazuecos (así se comprende la afición de Delibes cuando, mojado y cansado de patear el campo tras conejos y perdices, se acercaba a tomar unas patatas con carne frente a la chimenea del comedor en aquellos lejanos tiempos en que Benito y Mariángeles regentaban el bar). No hay nada como tener hambre para comer con ganas. Pienso en el pueblo de mi amiga Cris, Mazuecos del Valdeginate y sus tortillas de dieciocho huevos. ¿Quieres postre? pregunta Dalmacio. Claro, quiero postre y café. ¿Tienes flan? Sí. ¿Es casero? Si, casero de huevo. Pues ponme un flan de huevo y un cortado con leche fría, por favor. Al acabar de cenar pido un gin-tonic. Dalmacio, todo un experto desde los lejanos tiempos del Sanga, prepara el hielo, la corteza de limón, la ginebra y la tónica según la clásica receta de Luisito, nuestro común amigo recientemente jubilado. Fundamental la tónica bien fría y el hielo de calidad para no aguar la bebida. Sale Mary a saludar, la mujer se pasa el día trabajando en la cocina, tiene buena mano. ¿Cenaste bien? Fenomenal Mary, muchas gracias. Es viernes y el bar, entre las cenas y las copas, se encuentra muy animado. Tampoco hay muchas más alternativas, realmente es el centro de la comarca.

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