sábado, 30 de diciembre de 2017

El puente y la ribera


Amanece la típica mañana de invierno, una mañana de esas en las que de verdad apetece salir a tomar el fresco y estirar las piernas por hacer algo de actividad física (cualquier cosa mejor que quedarse dormitando en el sofá). Será la luz o serán los incipientes rayos del sol tras días y días de heladas, nieblas y cencelladas. Cada mañana una sorpresa diferente. Hace frío pero el día es hermoso. Preparo un café y retiro la ceniza de la chimenea; tras la larga noche apenas quedan ascuas en el hogar. Coloco un par de troncos de encina para ir caldeando el ambiente y salgo a pasear. Vuelvo al río una vez más, es mi recorrido habitual. La luz, el agua y la simetría de los reflejos, enmarcan la tranquila imagen del puente viejo que escondido tras la vegetación, oculta sus ojos a miradas indiscretas. Me paro un momento a pensar, hoy hace ya dos años que se fue mi padre. Imágenes y sensaciones. El puente, a modo de columna vertebral, se integra en el paisaje circundante acabando por confundirse con la propia naturaleza que le rodea. Sus apófisis y costillas se convierten en arcos y tajamares colonizados por el musgo y la vegetación de ribera. La vista desde el borde del río, con sus azules de ensueño, es clara y nítida. A la derecha se distingue la pequeña valla que delimita la zona de esparcimiento de la ribera, en medio la isla con los grandes alisos, al otro lado la chopera ruborizada por los amarillos del primer sol de la mañana. El agua apenas se mueve hasta alcanzar el puente donde adivinamos los remolinos que aprovechan los barbos, aunque no sé yo si con este frío no andarán de vacaciones por lugares más templados. Las hojas secas se amontonan tras los vendavales de los últimos días; todo aquello que sale de la tierra se acaba modificando y trasformando para volver a la tierra. Polvo y barro, no hay otra opción. Es como lo de la energía, que ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Camino despacio, siento la energía que me recarga las pilas mientras los rayos del sol templan la mañana. Atravieso el puente y saludo a los viejos olivos que hacen guardia al borde de la carretera. Cuando ya nadie daba un duro por ellos, su recuperación espontánea parece verdaderamente milagrosa. A la derecha la cuesta de la Peñuela y el cerro de las bodegas, de frente la subida a Santa Rosa flanqueada por sus encinas centenarias, a la izquierda el camino del Soto bordeando el cauce del río. Elijo esta última posibilidad, paso de largo junto a las ruinas del molino de la luz, los restos del antiguo matadero municipal y el majuelo de Simón, y me acerco hasta los endrinos que crecen al borde de la carretera. Aún son pequeños y están muy abandonados. Sigo hasta encontrar las ruinas de la antigua harinera. El gallego dice que por aquí había un par de hermosos ciruelos claudios pero no resulta nada evidente localizarlos. El adobe del palomar se va fundiendo con la tierra. Me vuelvo por el camino de los almendros, entre el río y las vías del tren, buscando la Casa de las Brujas que hace años dejó de existir. Ya no se distingue más que el brocal del pozo bajo un añoso nogal. Una pareja de patirrojas se esconden presurosas entre la vegetación. Dicen que van a desmantelar el silo; si es cierto sería una pena, de alguna manera ese silo-faro de Castilla junto a las vías del tren es uno de nuestros signos de identidad. El otro está claro que sería el puente viejo. El hecho de perder las referencias es algo que siempre resulta triste y complicado, es algo que nos acaba dejando una señal amarga en el corazón (al fin y al cabo, el paso del tiempo lo único que consigue es que acabemos como un enorme saco de cicatrices). Al otro lado de la cañada real destaca el portón azul de una de las casetas del campo, humean las chimeneas, por todas partes se cuela el intenso olor a invierno. Uno no muere mientras se le siga recordando.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Cencellada en la ribera


Esta noche ha hecho mucho frío pero eso es algo que a mí no me importa demasiado. De hecho me gusta mucho este frío seco e invernal de la Castilla profunda que nos ayuda a darnos cuenta de que estamos en pleno invierno. Me levanto bien temprano con sensación de descanso. Escucho a lo lejos el silbido del tren. Una vez subo las persianas, me doy cuenta de que una niebla densa invade el ambiente y de que el campo se encuentra completamente blanco. Ya lo dicen los viejos del lugar: “niebla y helada, cencellada”. Curioso fenómeno atmosférico que produce la formación de brillantes plumas y agujas de hielo blanco sobre la superficie de árboles y plantas silvestres. En casa, los arbolitos sin hojas amanecen recubiertos de escarcha, incluso la encina grande aparece tapada por cristales de hielo en uno de sus lados. Aparte de las bajas temperaturas, para originar estos mágicos paisajes tan llenos de encanto que aguantan incluso a la salida del sol, se necesita una cierta niebla o humedad a ras del suelo, así como ausencia de viento. Después del café, me acerco a la ribera por fotografiar el puente y la isla. Me abrigo bien, aún hace frío, la temperatura permanece bastante por debajo de los cero grados. La pareja de garzas escapan nada más percibir mi presencia y los patos se esconden bajo el puente de la carretera. La luz es magnífica así que aprovecho por buscar las mejores localizaciones. El cielo es blanco y los árboles son blancos, destacando únicamente las piedras doradas del puente viejo y su reflejo sobre la superficie del agua. Una cierta luz entre azul y violeta se apodera del entorno, no hay ruido, es todo muy extraño, muy mágico. Me encuentro a Pacopús entretenido en las mismas labores que me ocupan a mí mismo; el día está de postal y hay que aprovecharlo. Nos acercamos al cuérnago por ver el chopo derribado por el airón de la semana pasada; en su tronco crecen los enormes hongos yesqueros que antaño se usaban para prender el fuego pues arden muy bien, según me explica mi amigo Paco. Teniendo en cuenta lo poco que crecen cada año, estos ejemplares de hongos deben haber disfrutado de una larga vida. El caz de la fábrica de luz se encuentra cegado por la vegetación y los restos diversos que embalsan el agua y la impiden correr libremente. Un nogal crece en el talud junto a la fuente. Nos volvemos despacio teniendo cuidado en las zonas de umbría donde la helada se mantiene y donde un resbalón podría ser peligroso. Comienzan a humear chimeneas y glorias; siempre hay que encender antes de las diez, es cuando mejor tiran señala Paco. Vuelvo a casa, paseo por el jardín, los restos que encuentro bajo la antena indican que por allí debe esconderse la coruja. Habrá que estudiar las egagrópilas antes de confirmar nada. Yo creo que debe ser la misma coruja que el verano pasado se ocultaba entre las ramas de la encina grande. Leo en el periódico que una mujer muere congelada en Japón tras pasar 15 años encerrada en casa por sus padres y un escalofrío me recorre todo el cuerpo. Frío, abandono y desolación. Dicen que probablemente se haya muerto por inanición, quien sabe. Mientras tanto la borrasca Bruno amenaza con lluvia y fuertes rachas de viento a lo largo y ancho de toda la península (viento, nevadas y fuerte oleaje en la costa). Parece que nos espera un fin de año agitado. Abrigos y paraguas hacen acto de presencia aunque con el fuerte viento estos últimos resultan más bien de poca utilidad. La mañana templa, sale el sol y aprovecho por visitar el Cerrato más profundo con mi amigo Pacopús. Piedras, encinas y páramos, algunas iglesias, el río y las bodegas. Paramos a comprar pan. Sin duda una mañana agradable y productiva que habrá que repetir en cuanto sea posible.