martes, 31 de mayo de 2016

Sol y nubes en Vailima


Inestable; sol y nubes con chubascos imprevisibles a lo largo de toda la jornada. Celebramos el Corpus Christi pero el tiempo anda muy revuelto y Don Ángel decide que este año no habrá procesión. Al final sale el sol y las niñas lanzan al aire pétalos de rosa. Los dos bares del pueblo se encuentran muy animados. Los agricultores están contentos aunque ahora piden al cielo un poco menos de agua y un poco más de sol. Los agricultores se pasan la vida pidiendo, da la impresión de no encontrarse nunca satisfechos con su destino. Mi amigo Pacopús, que es maestro relojero, me regala una preciosa rodaja de madera de olivo, un palmo por dos palmos con más de tres centímetros de grosor. Siento la energía a flor de piel. Los anillos concéntricos muestran el crecimiento progresivo desde el interior del corazón del árbol. Se podrían contar fácilmente los años en función de los anillos. Diferentes tamaños y diferentes grosores en función de las condiciones de cada estación. Ni aceite de linaza ni cera virgen con aguarrás; al final trato la madera con aceite de oliva, que se acaba impregnando en lo más profundo de los poros y hace resaltar el color y la textura natural. La madera se nutre y adquiere de esta manera una gama tonal que se extiende desde los marrones de las hojas en otoño a los pardos de las tierras de cultivo pasando por los ocres intensos, casi amarillos, que reflejan los rayos del sol. Me entretengo revisando periódicos viejos. El jardín del señor Alejandro aparece invadido por las hierbas y por el olvido. Apenas se puede pasar. Sin duda se nota la ausencia. Casi un metro suben las hierbas mientras el seto engorda sin medida. Esta primavera ha llovido mucho. Apuntan las cerezas con su tímido verde pálido; aún tendrán que engordar antes de comenzar a pintar su piel con el típico rojo oscuro que les caracteriza, un rojo brillante, satinado, casi metálico a la luz del sol. El señor Alejandro no va bien y el hijo ha pensado poner la finca a la venta antes de que se acabe deteriorando con el paso del tiempo. Yo le recuerdo cada vez que miro los dos guindos de nuestro jardín que ya levantan más de un metro del suelo y que en su momento no eran más que un par de matojillos salvajes escapados de las vallas del vecino. Ansias de libertad. Los pequeños plantones crecían en una acera de tierra sin que nadie les perturbara hasta que el señor Alejandro me hizo caer en la cuenta de su existencia y me invitó amablemente a recogerlos en casa. Al fin y al cabo en aquellos momentos nuestro jardín no era más que un erial así que no nos quedó más remedio que adoptarlos, pensando en lo incierto de su destino. De la misma manera conseguí tiempo después los dos membrilleros de olor, que se han ido adaptando al terreno mejor que cualquiera de los demás inquilinos. Un regalo sencillo que al cabo de los años se acaba convirtiendo en un recuerdo entrañable. La casa de Agustín, con sus parras y sus frutales, también muestra señales de abandono. Los vecinos se hacen mayores, ley de vida, nosotros también nos vamos haciendo mayores. Ayer Juan Carlos cumplió años. Este año ni almendras ni ciruelas, en cambio las cerezas y los membrillos si parece que vayan prosperando. Las parras han dado un buen estirón así que tengo que recogerlas un poco para evitar que un mal aire parta las ramas nuevas. Con el sol y con el aumento de las temperaturas llega el tiempo de las encinas, que a partir de esta última semana ya muestran sus botones a punto de reventar. En Vailima la explosión de la primavera siempre llega con cierto retraso. Por la tarde, después de la tormenta sale el sol. Paseo por la estación donde ya no paran los trenes. Los charcos reflejan el silo con la luz del atardecer. Los días cada vez son más largos, nos encontramos sin duda en el mejor momento del año. Las cunetas aparecen tapizadas de flores de todos los colores (rojas, azules, amarillas) mientras las espigas engordan en un campo verde que se mueve como el mar. El contraste resulta espectacular. Al borde de la carretera crecen los pequeños negrillos junto a majuelos y escaramujos. La huerta del señor Nanín, que en paz descanse, aparece recién arada. Una cerveza en el bar mientras comienza a oscurecer. Nos recogemos enseguida y ya en casa, damos buena cuenta de una ensalada templada de perdiz (de Pacopús, claro) y de una torta de queso (de Celestino Arribas) que compramos ayer en Segovia. Pacopúus tiene una receta secreta para escabechar las codornices. Nos acostamos pronto, mañana hay que madrugar. Dicen que el entusiasmo es contagioso; a mí me parece que la pasión, de alguna manera, es el motor de la vida...

lunes, 23 de mayo de 2016

La señora Cecilia


Ayer enterraron en Vailima a la señora Cecilia, que ya había cumplido los 103 años. Toda una institución. De cabeza estaba muy bien pero estos últimos días la mujer andaba algo malilla, cuentan las nietas. El jueves por la noche se acostó para no volver a despertar. Dado que todos tenemos que morir, esta forma (en tu cama, con tu familia y sin sufrir) resulta una de las mejores maneras de hacerlo. La velan en casa, como hicieron siempre en los pueblos hasta que se implantó la moda de morir en los hospitales y se crearon entonces los fríos y artificiales tanatorios donde todo está muy limpio y aséptico, proliferan las flores cultivadas pero se echa en falta la mistela, los mantecados y algo más de calor humano. En casa se encuentra acompañada por la familia, los vecinos y amigos, lo normal después de una vida tan prolongada. Saludo a César y le doy un apretón de manos; la señora Cecilia era su abuela.

Hoy me levanto temprano por preparar las alubias con codorniz que llevo barruntando toda la semana. Las alubias son de Luisito, "ni grandes ni pequeñas, de las clásicas de toda la vida" afirma convencido; la codorniz es de Pacopús, que aparte de fabricar relojes y asar pimientos con leña de encina, prepara unas sublimes codornices estofadas y un bacalao imposible de imaginar.

De recados por la capital. Tenemos la gran suerte de conseguir sin demasiadas dificultades la válvula EGR necesaria para que Simón nos vuelva a poner en marcha el coche (sin duda el asunto más importante de toda la mañana). Aprovechamos el viaje y las rebajas de este fin de semana por reponer el material del jardín: abono para los frutales, sulfato para las parras, alambre, hilo para la máquina corta bordes, una cuña para abrir la leña de encina... Nos encontramos con Rubén, "el Mochuelo", acompañado de Igor. Recojo el libro de Avelino Hernández en la librería Amarilla, "Donde la vieja Castilla se acaba", en una impecable re-edición pues el original data del año 1982 y resulta imposible de encontrar. El libro, de tapa dura y portada en blanco y negro, tiene una pinta espléndida a pesar de venir precintado dentro de un plástico protector que evita el manoseo de curiosos y entrometidos y te permite descubrir su encanto sin mancha. De lejos ya presiento que me va a gustar. Me aprovisiono en "El Corcho" de jabones de olor (lavanda y amapola) y, una vez acabados los recados, volvemos a Vailima. El día es magnífico, absolutamente primaveral. Hablo un rato con el olivo que me escucha bien atento, la encina anda perdiendo hojas que me dedico a recoger con paciencia, quito algunas ramas incómodas del endrino (que no parece seco del todo pero que sigue sin dar claras señales de vida), me entretengo arrancando malas hierbas con la piqueta, la herramienta sin duda más aprovechada de todas las que he ido adquiriendo a lo largo de estos últimos años de vida campestre. Las cerezas van engordando, despuntan las parras, la higuera junto al pozo ha dado un buen estirón. Riego con un preparado de hierro el más amarillo de los ginkgos por intentar conseguir el verdor de sus hermanos. Paco me comenta que viene el tiempo de sulfatar el majuelo así que tomo buena nota. Le propongo un escueto boletín semanal que recopile las tareas pendientes en cada estación (que si el sulfato, que si el cobre o el insecticida) pero él, escéptico, me da a entender que no tiene mucho sentido. Cada cuál es muy suyo y hace las cosas cuando le viene en gana, viene a decirme, así que mejor evitar dar lecciones a nadie.

Después de una comida sencilla pero contundente (alubias con codorniz, tinto reserva y queso añejo de Fuentes de Valdepero), saco la mecedora al porche e intento leer un rato. Con el sopor de la comida y los aromas del pacharán, acabo dormido como un bendito para lo cual colabora de manera importante el arrullo de los pájaros y el equilibrio estable proporcionado por la mecedora, que me acuna con mimo entre sus brazos de madera de olivo. Cuando consigo recuperarme, viajo por Soria con el amigo Avelino. Precioso libro viajero de esos que puedes abrir por cualquier parte en cualquier momento. Rabiosa actualidad a pesar de los casi treinta y cinco años transcurridos desde entonces. Los días son largos de tal manera que me da tiempo a seguir trabajando un rato en el jardín. Una nube viajera alegra el césped y me ahorra tener que regar. Este año tendremos muchos caracoles. Luis siempre decía que agua de lluvia no quita de regar pero la tierra está húmeda y por el momento no le hace falta mucho más. Se va haciendo de noche. Enciendo las luces del porche. Al caer las sombras, nos acercamos por el pueblo a tomar una cerveza y charlar un rato con la gente, algo que no se paga con dinero. A la vuelta nos reciben las estrellas.