Me
levanto temprano y atizo la chimenea con alegría. Esta noche ha llovido, en
algún momento he oído las gotas chocando con violencia contra el tejado de casa
pero me di media vuelta y seguí durmiendo sin ningún problema hasta abrir los
ojos a mi hora habitual. Una vez que me despierto, aunque sea de noche, no me
gusta permanecer en la cama sin hacer nada así que me levanto a trastear por la
casa. El silencio intenso y la negrura de la noche en Vailima siempre me llamaron
la atención. La leña se ha consumido pero aún hay buenas ascuas en la chimenea y
el calor que desprenden hace que los troncos secos que pongo encima, enseguida enciendan
por si solos. Lo bueno de la encina es que aguanta toda la noche sin acabar de desintegrarse.
La temperatura dentro de casa ha bajado hasta los dieciséis grados (fuera, en
el porche, apenas llega a los tres); no se está mal pero es un poco justo para
permanecer sentado leyendo así que alimento bien el fuego intentando conseguir
un ambiente un poco más confortable. Imprescindible el gorro de lana, los
calcetines y el forro polar. Preparo un café y me instalo en el sofá de leer
con la última colección de cuentos de Alice Munro: imperdonable confusión entre
los "las y los les" por parte de la traductora, detalle poco elegante
que los editores deberían cuidar un poco más por evitar vicios lingüísticos y
faltas de ortografía. Son casi las siete, aún no ha amanecido; en esta época
del año el sol no aparece por encima de las colinas del Negredo hasta pasadas las
ocho de la mañana. Una vez se hace la luz abro bien los ojos. El jardín está cubierto
de charcos enormes y las cuestas que suben al páramo aparecen tapizadas por un
sutil manto blanco hasta donde alcanza la vista. A lo lejos silba el tren. La
humedad del ambiente transmite los sonidos con mayor intensidad. Presiento que
no veremos el sol en toda la jornada (Cabo Cañaveral anuncia lluvias para estos
días y normalmente no suele fallar). La calle aparece cubierta de hojas
amarillas que caen de los árboles desnudos. Fuera sopla un frío polar a
consecuencia del aire siberiano pero a pesar de todo nos armamos de valor y salimos
a pasear por la ribera, saludamos a los olivos viejos del otro lado del río y
continuamos por la casa Cobos hasta la estación de ferrocarril, el merendero
del Disco y el silo oxidado por donde retornamos al calor del hogar y el aroma
de los membrillos. Los castaños aún mantienen las últimas hojas en sus ramas...
Lástima que sean de Indias y no podamos aprovechar sus frutos. El gallego de la
casa de piedra me promete enseñarme a hacer injertos.
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