Me despierto
temprano y reavivo el fuego con los rescoldos que han resistido a lo largo de
toda la noche. La encina aguanta mucho tiempo y proporciona un gran poder
calorífico. La casa es pequeña y confortable y enseguida se caldea. Preparo un
café y escucho silbar el viento. Amanece. En cuanto asoma la luz por detrás del
Negredo, descubro una mañana soleada. Con el sol, la casa se templa enseguida
pues está orientada al mediodía. Limpio la chimenea, quito la ceniza sobrante y
preparo unos buenos troncos para pasar la mañana a gusto. Algunas ramitas
menudas consiguen hacer brotar la llama que lame los troncos más gruesos. Enseguida
se nota la subida de temperatura. Imposible salir al jardín hasta que no
caliente bien el sol así que me preparo para pasar la mañana frente al fuego. El
jardín es mi santuario. Miro por la ventana cómo se mueven los árboles del
vecino; el balanceo del ciprés indica lo desapacible del día. En casa, el aroma
de la madera y los membrillos recién cortados perfuma el ambiente y estimula los
sentidos. Me gusta el olor del fuego. Las encinas crecen en el jardín. Yo soy
el protagonista de mi vida y controlo sus circunstancias. El invierno es muy
largo, la naturaleza duerme, en Vailima no queda una sola hoja; lo siento por
el olivo y la higuera que pasarán aquí su primer invierno. Los membrilleros me
preocupan menos pues son más rústicos y resistentes, las parras perdieron las
hojas y las encinas, después de los calores estivales, resisten sin problema
cualquier adversidad. Los caracoles se esconden bajo las hojas secas. El
secreto para vivir una vida plena y feliz reside en luchar por lo que nos
apasiona: pasear por el campo, recoger setas o cultivar la huerta, leer, montar
en bici, repasar los periódicos atrasados. Pequeñas cosas que nos hacen sentir
bien. Quizá me falte ambición para descubrir y aplicar esta teoría de la
felicidad. Uno se va haciendo perezoso. Reviso los periódicos y tomo nota de
los párrafos que me llaman la atención: encontrar lo que buscas, alcanzar el
éxito, sobrevivir en una ciudad llena de dificultades, crear tu propia empresa,
poner en práctica los sueños, valorar las cosas realmente importantes...
Fundamental el mantener un punto de locura para luchar por las cosas que nos
apasionan. La lección que a estas alturas nos pretenden enseñar consiste en disfrutar
de toda esa locura, de la montaña y del bosque, de escuchar el silencio y de
cuidar un jardín, de contemplar cómo se mueven las piedras y cómo susurran los
árboles, el descubrir los aullidos del viento entre la nieve, los árboles y las
montañas. La montaña como espejo de soledad que me permite disfrutar del
silencio y encontrarme conmigo mismo. Los troncos crepitan en la chimenea, sube
la temperatura y se dispara el ventilador. Preparo la comida. Salgo a dar un
paseo por estirar las piernas; a pesar de los rayos del sol, el aire invernal
corta la respiración. Me gusta la casa azul en medio del campo, justo a la
derecha del camino de la estación nada más salir del pueblo. Como una cara sin
ojos, echo en falta un par de ventanas que alegren su fachada principal;
probablemente no hayan hecho falta pues se trata de una caseta de aperos que
cumple dignamente su función. Los almendros fugitivos crecen en las cunetas mientras el
campo espera su mejor momento. Entusiasmo e ilusión son las claves. Realmente
necesitamos bien poco para ser felices.
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